POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Con la segunda novela de la trilogía de autores fundamentales de ciencia ficción, iniciada la semana pasada con Farenheit 451, de Ray Bradbury, continúo hoy con el análisis de Un mundo feliz, del escritor inglés Aldous Huxley. La siguiente semana concluyo con Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, de Phili K. Dick. Sale y vale.
Un mundo feliz / Aldous Huxley (II de III)
Una historia que influyó fuertemente en el célebre George Orwell para crear su propia obra maestra, 1984, lo es indudablemente Un mundo feliz, de su colega y paisano Aldous Huxley. Por supuesto, hay grandes diferencias entre una y otra novela, pero el fondo de ambas premisas es el mismo: el retrato de una sociedad dominada por un Estado que emplea la ciencia y la tecnología con el afán de mantenerla sumisa pero contenta, aunque sea de manera artificial, al menos en el caso huxleyano.
La diferencia más abismal es que George Orwell es más realista por haberse basado en hechos concretos de su tiempo (más de una década después, tras concluir la Segunda Guerra Mundial), en tanto que lo de Aldous Huxley es más bien una forma visionaria de ver una sociedad futurista sin mayores problemas, ya sea morales, sociales, culturales y económicos. Al tomar como base una sociedad totalitaria real, la novela 1984 alcanzó la categoría de obra maestra imprescindible para entender lo que es un Estado totalitario.
La novela de Huxley es, en cierto modo, más suave, menos totalitaria, pues al final de cuentas de lo que se trata es de mostrarnos a la sociedad perfecta y feliz, si bien es cierto que con sus pros y contras. En Un mundo feliz, al contrario de lo que sucede en la novela 1984, el Estado no reprime, no tortura no asesina ni castiga a sus ciudadanos; pero sí los mantiene en un estado de artificial comodidad y confort, de acuerdo a las razas que están debidamente clasificadas, como pasa con la sociedad actual que se divide en clase alta, clase media y clase baja.
Así, hay razas que son creadas para realizar los trabajos de dirección y de liderazgo, los hay de mediana importancia y están los que tienen por destino llevar a cabo los trabajos más pesados, más degradantes y peor retribuidos (como sucede, repito, con la clase alta, clase media y clase baja), aunque con algo extraordinario a su favor: las tres nuevas clases sociales están programadas para hacer su tarea con entusiasmo, sin tener en su ser algún tipo de resentimiento contra el sistema establecido en el que viven.
Así, por ejemplo, cuando los niños de raza inferior apenas gatean, son objeto de experimentos que los hacen detestar los libros y las flores (se entiende que el conocimiento y la belleza natural) mediante un complicado sistema que los hace recibir descargas eléctricas no tan fuertes, pero sí suficientes para que su instinto de conservación les permita advertir, en el futuro, lo que les causa daño. En este sentido, al crecer, esos adultos ni por equivocación tendrán deseos de estar cerca de algún libro o de alguna flor, por más hermosa y perfumada que ésta sea. En cambio, gustosamente realizarán el trabajo para el que fueron destinados, por ínfimo que sea.
Pero no todo son cosas malas en El mundo feliz que nos pinta Huxley. Así, por ejemplo, existe una libertad de hombres y mujeres para relacionarse sexualmente con X o Z persona: sólo basta con pedirle a la posible pareja si está disponible o no tal fin de semana o en determinadas vacaciones para saber si es posible pasarla juntos. Ni la mujer es vista como una puta ni el hombre como un putañero que se la pasa saltando de cama en cama, pues la sociedad en la que viven les ha privado del sentimiento de culpa por alguna inmoralidad.
Pero ¿por qué no existe la moral en la sociedad perfecta que nos presenta el visionario autor de una novela que apareció por primera vez en el lejano 1930 del siglo pasado? Porque esa misma sociedad está moldeada de una manera diferente a lo que ocurre con el resto de los seres humanos normales, que nacen del vientre de una madre y son amamantados a la manera tradicional: pegado al pezón para succionar la leche materna. La premisa es que todo lo que se practicaba en el pasado (como leer, enamorarse, vivir en familia, etcétera) es viejo y, por tanto, impracticable.
Los miembros de la sociedad huxleyana han sido creados en masa de manera artificial (como de probeta, pero a lo bestia), donde sus sentimientos están debidamente programados: no hay pudor por ciertas cosas, no hay temor de dios (que ha sido sustituido por Ford, sin duda en alusión a los primeros autos de motor que surgieron por esas fechas en la que se escribió la historia), no hay amor filial (no existen la figura de los padres), no hay el concepto de familia, pues no existe el matrimonio; en fin, no hay una cierta moral (sobre todo la moral victoriana, que por entonces aún prevalecía) como la que conocemos en la vida real.
Otros aspectos que llama la atención es la casi perfección de esa sociedad en la que la gente crece despreocupadamente (pueden coger con quien les plazca, algo idílico en cualquier hombre adulto real de cualquier parte del planeta), pues, prácticamente han sido erradicadas las enfermedades, de tal forma que la gente llega a los sesenta años de edad sin achaques, sin arrugas en el rostro, sin una panza fofa, etcétera. Claro, para eso consumen cosas más saludables y, por supuesto, reciben su dotación diaria de soma, una especie de droga que regula ciertos sentimientos: se puede pasar de la depresión a la euforia o al sueño, según el estado de ánimo del que la consume en ese momento.
La historia inicia cuando un alto funcionario explica casi pedagógicamente a unos estudiantes la forma en que los seres del mundo feliz huxleyano nacen en serie, crecen en albergues, juegan, tienen sus fajes en la adolescencia y llegan a la edad adulta a un empleo seguro, según la clase de raza a la que pertenezcan (los Alfas, los Betas, los Gammas, los Deltas, los Epsilones). Para su tiempo (1930), la novela ya resulta revolucionaria, al describirnos un mundo con grandes avances tecnológicos, aunque es obvio que con algunas limitaciones. Sin embargo, por increíble que parezca, se hace notar ¡que hay televisores en los cuartos de los hoteles, como ocurre realmente en esta segunda década del siglo XXI!
La parte intensa de la novela es cuando varios personajes de la historia viajan a Malpaís, un lugar donde viven personas normales, que nacen de sus madres, crecen con todo tipo de enfermedades y llegan a viejos de más de 90 años o se ponen gordos inmensos, pero desconocen el soma, si bien tienen algo que se puede considerar su equivalente: mezcal o alguna otra bebida alcohólica. En fin: el lugar es como una especie de reserva india norteamericana en la que sus moradores se reproducen en forma primitiva y sin ningún futuro.
Uno de esos seres humanos normales, llamado John e hijo de una mujer de nombre Linda, es llevado de regreso a la civilización, en un Londres más parecido al Nueva York de nuestros tiempos, con muchos rascacielos en los que se encuentran los ministerios o los departamentos en los que viven las personas de las diferentes clases sociales. El tipo, al que apodan El Salvaje, va con su madre a la ciudad, donde se descubre que el padre fue uno de los altos funcionario y que, por sus influencias, había mandado a Malpaís a madre e hijo.
El tal John no tiene nada de salvaje: recita a Shakespeare a la menor provocación, algo que ha sido desterrado en ese mundo huxleyano, cuyo trágico destino se debe a su propia moralidad que le impide ver con naturalidad que una mujer se le ofrezca (la guapa Lenina) para coger sabrosamente; o bien, llegar a sostener largas discusiones de corte filosófico con otro de los altos directivos (Mustafá Mond), además de auto flagelarse con un látigo como fanático religioso, sin querer ver las bondades de una sociedad que, al menos, sí es feliz porque desconoce lo que es la soledad o la falta del verdadero cariño.