POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Una novela negra en estado puro es El gran desierto, de James Ellroy, que data del año de 1988, pero que fue lanzada al mercado de habla hispana hasta el 2011. Valió la pena la espera: estamos frente a un autor de una soberbia trilogía sobre el detective Lloyd Hopkins, “honesto pero medio loco”, así como de obras de la talla de Los Ángeles Confidencial y La dalia negra, ambos títulos llevados a la pantalla grande, aunque no con igual fortuna.
La trama no puede ser más interesante: ubicada en el arranque del año de 1950, tres personajes se perfilan para converger en el mismo camino, aunque por razones diferentes. Realmente no son tres sino cuatro, pero el autor decidió centrarse en los tres personajes que tienen como hilo conductor la persecución de los comunistas infiltrados en Hollywood y la investigación sobre unos brutales asesinatos de homosexuales.
La relación no deja de ser irónica: la izquierda suele tener entre sus principales integrantes a maricas talentosos. Así, en el mundo de la homosexualidad y de los izquierdistas que buscan minar desde adentro a Estados Unidos, la trama está completa para que el detective Danny Upshaw, el aspirante a fiscal Malcom Considine y el golpeador ex policía Buzz Meeks nos conduzcan por los caminos tortuosos de la corrupción, la traición y del crimen, con la ciudad de Los Ángeles y los poblados de sus alrededores como telón de fondo.
A los tres personajes –reitero— habría que agregar al policía irlandés Dudley Smith, que desde el principio forma parte del equipo que se arma para comenzar a investigar a comunistas para que delaten a otros compañeros de ruta, así como el de seguirle la pista al sádico asesino; sin embargo, ni siquiera para el propio autor resulta tan atractivo como los otros tres ya citados. Además, habría que agregar que se trata de un racista matón al servicio de uno de los grandes capos de la mafia de la ciudad.
De hecho, Meeks también es un golpeador al servicio del mismo mafioso, un judío sicópata, pero resulta que es el que termina por ser el personaje central por azares del destino. Uno cree que el aspirante a fiscal Considine o el eficaz detective Upshaw tendrían que ser los verdaderos ejes de la historia, pero no es así: es Buzz Meeks el que reivindica a sus dos compañeros, demostrando que, a pesar de su biografía, es un hombre de honor.
La búsqueda de delatores –un eufemismo para denominar a los soplones— de comunistas en el mundo hollywoodense no es algo inventado: existió realmente un comité que se encargó de hacerle la vida de cuadritos a los que fueron izquierdistas, pues sólo tenían dos opciones: dar nombres de otros personajes para poder seguir trabajando en un medio bastante lucrativo, o abstenerse de hablar y atenerse a las consecuencias, es decir, tener que abandonar el país por falta de empleo o escribir con seudónimo (en el caso de los guionistas), aunque siempre con el riesgo de ser descubierto en cualquier rato.
Para los actores la cosa resultaba peor: no podían ocultar una personalidad que les había dado fama por otra desconocida, de tal suerte que el único camino a seguir era el de delatar a viejos compañeros de lucha o irse a otros países donde no fuera tan encarnizada la persecución de camaradas. A la mayoría no le quedó otra que emigrar a Europa: el caso más emblemático es el de Chaplin, al que se considera el mejor cómico de todos los tiempos.
A este respecto, sobre los comités para denunciar a los comunistas dentro del cine, la industria se ha encargado de dar testimonios de la forma en la que vivían los que eran considerados por Estados Unidos antipatriotas, al simpatizar con la causa comunista del carnicero Stalin. Como en todo, muchos eran realmente personajes leales a sus convicciones, pero otros no pasaban de ser simples oportunistas o traidores en el mejor de los casos.
La novela de James Ellroy nos da una idea clara de la forma en la que se llevó a cabo la persecución de los rojos –como despectivamente se les conocía— por parte de la policía de Los Ángeles a inicios de la década de los 50, pues ambos bandos –autoridades y comunistas— estaban plagado de corruptos, asesinos, ambiciosos y hasta de una millonaria excéntrica bastante promiscua que andaba en el movimiento sólo porque odiaba a su padre. O sea: los buenos no eran tan buenos y los malos no eran tan malos. Eso sí: muchos comunistas siempre se caracterizaron por su ojetez: rojetes, al fin de cuentas.
Como sea, en El gran desierto ni los comunistas son tan perversos ni los policías que andan tras ellos son precisamente un dechado de virtudes. Hablando de personajes reales, habría que añadir que ser un rojo en aquella época tenía su encanto; tanto así, que a la fecha esos mismos rojos que aún sobreviven no le han perdonado su papel de delator de la industria del cine hollywoodense al legendario director de origen húngaro, Elia Kazan, que entre su filmografía tiene en su haber el clásico Nido de ratas, con Marlon Brando.
Si la novela del maestrazo James Ellroy fuera llevada alguna vez a la pantalla, no hay duda que sería un extraordinario ejemplo de film noir, como bien lo señala la frase de una reseña publicada en Publishers Weekly, que sirve como propaganda de la obra en la portada.