POR Bibiano Moreno Montes de Oca
La vida de Cristo es apasionante, como apasionante es la saga denominada Caballo de Troya, que habla sobre los últimos días del nazareno, historia que es contada en primera persona por un sujeto del siglo XX que viajó al pasado. Así, pues, en esta y las siguientes dos semanas dedicaré dos entregas por libro para analizar la novela del escritor español J.J. Benítez, a propósito de la proximidad de la Semana Santa y de Pascua. La saga es extensa (ocho libros en total), pero sólo le dediqué tiempo a los tres primeros, que son los que valen la pena.
Caballo de Troya / J.J. Benítez (1)
No hay ninguna duda que a mucha gente, de cualquier religión y de cualquier parte del mundo, le hubiera gustado ser testigo presencial de lo que ocurrió durante las últimas horas de vida de Jesús de Nazaret, antes de ser acusado por los miembros del Sanedrín como un “blasfemo”, al calificarse a sí mismo Hijo de Dios; ser torturado y condenado a muerte, por instrucciones del gobernador romano Poncio Pilato, en un largo viacrucis (por lo doloroso, no tanto por lo extenso), clavado de pies y manos en una cruz, y todavía presenciar, al tercer día, la resurrección.
Sin duda, muchos darían lo que fuera por haber podido ser testigos de primera fila de lo que se llama la pasión de Cristo; pero el personaje conocido como mayor, antiguo miembro de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, logró tal hazaña en el año de 1973 del siglo pasado, según lo narra el escritor español, Juan José Benítez (conocido simplemente como J.J. Benítez), de una manera pormenorizada en su libro Caballo de Troya, que es como la NASA (con el apoyo de la empresa privada ATT) nombró a la operación que lo hizo posible.
En apariencia, el tema es más de ciencia ficción que de otra cosa, pero luego pasa a convertirse en una acuciosa y muy extensa reseña de lo que padeció Jesús entre el jueves y el viernes del año 30 de nuestra era (deduzco que no murió a los 33 años), en donde el mayor (así conocido para proteger su identidad, aun cuando murió antes de que J.J. Benítez se metiera de lleno a transcribir la historia que aquél legó a la posteridad) hace algunas rectificaciones históricas que no están contempladas en los testimonios dejados por los cuatro evangelistas oficiales (Juan, Marcos, Lucas y Mateo).
Pero hay que comenzar por el principio con esta extensa obra (727 páginas en tipo de letra de 8 puntos, que en letra de 10 rebasaría ampliamente las mil páginas) para poder explicarme. Todo comienza en abril de 1980, fecha en la que J.J. Benítez estuvo en México. En esa fecha, en una entrevista en TV en el entonces famoso noticiero de Jacobo Zabludowsky, el autor habló sobre un libro suyo en el que se abordan los descubrimientos hechos por la NASA en la Sábana Santa de Turín, lo que provocó un alud de llamadas telefónicas.
Sin embargo, más tarde, en el hotel en el que se hospedaba, J.J. Benítez recibió una llamada inesperada. Se trataba de un hombre con acento gringo que le hablaba desde el estado de Tabasco, a donde fue el escritor, intrigado porque se olía algo interesante. En efecto: el que resultó ser un ex oficial de la Fuerza Aérea de EU le dio alguna idea de lo que le quería transmitir. Meses más adelante, en otro viaje hecho especialmente a México, el español fue recibiendo pistas para encontrar un manuscrito en el que detallaba lo que era el resultado del proyecto denominado Caballo de Troya.
El caso es que, tras un seguimiento de pistas y mensajes encriptados en el cementerio de Arlington, en la ciudad de Washington, al estilo de Robert Langdon (alter ego del escritor norteamericano Dan Brown, pero en real y mucho antes de que éste saltara a la fama), J.J. Benítez se encontró con un manuscrito en el que el mayor de la Fuerza Aérea narra a conciencia lo que sucedió para que se llevara a cabo la misión secreta de la NASA: viajar al pasado (o dar un salto al pasado) y conocer de primera mano los hechos históricos ocurridos previo a la crucifixión de Jesús.
Originalmente la misión contemplaba alguno de estos tres objetivos: viajar a 1478, en Isla Madera, Portugal, para saber si Colón pudo obtener información confidencial, por parte de algún pre descubridor, sobre la existencia de nuevas tierras; viajar a EU, en el año 1861, para conocer con exactitud los antecedentes de la Guerra de Secesión y el pensamiento del recién electo presidente, Abraham Lincoln, así como viajar al año 30 de nuestra era, para conocer la pasión y muerte de Jesús. Al final, tras analizar los riesgos, se optó por dar el salto a los tiempos del nazareno.
El jefe del proyecto fue un tal general Curtiss, que decidió que el viaje al pasado se hiciera desde un módulo (al que apodaron la cuna) que tendría que ser instalado nada menos que en plena Tierra Santa, es decir, donde tuvieron lugar los hechos históricos reales. Para el efecto, se solicitó un permiso al gobierno israelí para realizar el lanzamiento, obviamente sin dar pormenores de lo que verdaderamente se planeaba hacer con la Operación Caballo de Troya. El lanzamiento, para evitar que nadie le prestara atención a Jerusalén se realizó en los mismos días que en la ciudad de París, en 1973, se firmaba la paz entre EU y Vietnam.
La misión secreta exigía que el mayor, así como su acompañante identificado como Eliseo, “no podían alterar, cambiar o influir en los hombres, grupos sociales o circunstancias que fueran el objetivo de nuestras observaciones o que, sencillamente, pudieran surgir durante el transcurso de las mismas”. Cualquier alteración sería objeto del cese fulminante, aunque ya estando en Tierra Santa y sin que nadie se diera cuenta, una que otra vez sí intervino en algunos asuntos, si bien es cierto que no cambiarían el curso de la historia.
En esta misión el trabajo de campo, como se dice hoy, lo tendría que hacer el mayor, consistente en seguirle la pista a Jesús y a sus allegados, así como saber todo lo que fuera posible sobre ellos. En la cuna se quedaría Eliseo, quien sólo en casos de mucha emergencia podría abandonar la nave. Por fortuna, eso no fue necesario en la primera misión, pues luego se realizaría una segunda, aunque no en la primera parte de la saga de Caballo de Troya.
Eso sí: la nave y el mayor estaban dotados de un equipo avanzadísimo para su tiempo, pues los dos astronautas se podrían estar comunicando perfectamente de manera constante (sin que lo notaran los acompañantes del mayor, que para el efecto se hizo pasar por un griego llamado Jason), además de que el mayor sostendría siempre, como si fuera un bastón, lo que llamó la vara de Moisés, que en su interior estaba dotada de cuatro cámaras para grabar imágenes y audio de todo cuanto pudiera registrar a un alcance de varios metros.
Al respecto, cabe hacer notar que el mayor supo ganarse rápidamente la confianza de los habitantes de lo que hoy es Jerusalén, pues se supone que en esos tiempos no era tan fácil entablar conversación con gente desconocida, mucho menos con las mujeres. Pero lo curioso del caso es que varias personas cercanas a Jesús, incluido el nazareno, creían reconocerlo de antes, aunque no coincidían las edades con el otro griego. El Jason al que todos habían conocido era mucho más viejo, si es que aún vivía.
Así, en su calidad de comerciante griego, algo muy común en Tierra Santa, a uno de los primeros personajes con los que se encontró Jason fue a Lázaro, el sujeto que había sido resucitado por Jesús, mismo al que, a pesar de que eran tiempos de ignorancia y superstición, la mayoría de la gente lo veía con recelo: no podían creer que el muerto (que ya había comenzado a mostrar el rigor mortis después de varios días de fallecido) hubiera revivido.
Por supuesto, el mayor no dejó pasar la oportunidad para preguntar a Lázaro qué era lo que había sentido durante el tiempo en que permaneció muerto. Según confesó, “hubo un momento –supongo que en el momento de mi muerte— en el que mi cabeza se llenó de un extraño ruido… Fue algo así como el zumbido de un enjambre de abejas. Después, no sé por cuánto tiempo, experimenté una sensación desconocida: era como si me precipitara por un estrecho y oscuro pasadizo. Cuando volví a abrir los ojos todo era oscuridad. No sabía dónde estaba ni lo que había sucedido. Sentí frío en la espalda. Me di cuenta entonces que yacía sobre un lecho de piedra…”
Por lo que se refiere a Jesús, éste de inmediato le tomó afecto al supuesto griego, quien lo describe como un tipo gigante (medía 1.81 metros de alto) para el tipo de raza al que pertenecía. Además, Jason señala que era musculoso, sin un gramo de grasa (comía borrego, como era la costumbre entonces, pero prefería las verduras) y se quedó impresionado por la hermosura de su rostro, algo en lo que algunos pintores le hicieron justicia, si bien hay otros que lo ponen como se supone que en realidad era: feo, casi contrahecho.
De acuerdo con el testimonio del mayor, que da a conocer por primera vez J.J. Benítez en 1984, Jesús nunca corrió del templo a nadie, a pesar de estar repleto de “cambistas” e “intermediarios”, es decir, gente que hacía todo tipo de negocios. Lo que sí hizo el nazareno fue soltar a todos los animales que había para ofrecerlos en sacrificio, que al hacer que corrieran en estampida arrasaron con cuanto se encontraron a su paso. Así, pues, en ningún momento utilizó Jesús látigo alguno para castigar a los que supuestamente profanaban su templo (que, obvio, no era como los que hoy conocemos como tales).
El testigo del siglo XX hace notar que un tipo como Jesús, alto y musculoso, podría verse ridículo y cómico por llegar en el lomo de un burrito (tenía que encoger las piernas hacia atrás, que le arrastraban); pero acaso eso se consideraría como una burla para el estatus quo, que esperaba que llegara a Jerusalén el Hijo de Dios sobre un caballo, enarbolando una espada para salvarlos del yugo del imperio romano.
La llegada triunfal de Jesús no gustó nada a los fariseos y seduceos, que pusieron el grito en el cielo porque aquél decía ser el Hijo de Dios, lo que para los judíos representaba una blasfemia que ameritaba la muerte. En sus severas leyes estaba consignado que todo el que se proclamara falsamente como mesías o Hijo de Dios sería castigado con la pena de muerte, que bien podría ser lapidado o ahorcado, pero no crucificado. ¿Por qué se decidió por la crucifixión? Porque era una forma de humillar más al transgresor.
Estaba claro que a los miembros del Sanedrín no les interesaba si Jesús era o no el Hijo de Dios: lo que querían era darle un ejemplar castigo. Para ello, los sacerdotes no dudaron en sobornar a la gente del populacho (gente sin oficio ni beneficio) para que lanzaran consignas en contra del nazareno, prefiriendo incluso pedir al gobernador Poncio Pilato que liberara a Barrabás, cuando las faltas de éste habían sido peores. Al final, Jesús realizó su viacrucis en un trayecto de poco menos de medio kilómetro, acompañado de Dimas y Gestas.