POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Los juegos infantiles de Corea del Sur son tan endemoniadamente complicados como su idioma, ya sea hablado o escrito, igual que como ocurre en el resto del continente asiático: el árabe de Arabia, el hindú de la India, el chino mandarín de China, el japonés de Japón, etcétera. Al menos así se ve a simple vista, pero eso no es ningún problema para los dos protagonistas participantes de la serie surcoreana titulada El juego del calamar (números 456 y 218, respectivamente), que ya desde niños lo practicaban en su populoso barrio, pero sin que entonces ello representara un peligro mortal para los jugadores.
La serie de la plataforma Netflix es todo un fenómeno que ha llamado la atención en muchas partes del mundo por el brutal proceso de una serie de seis juegos en la que los participantes van perdiendo la vida, ya sea masivamente o porque les tocó la mala suerte de ser destruidos en grupos de diez, como ocurre en el juego de la cuerda, que es el tercero en el orden en el que se desarrollan. Así, sin ser original, El juego del calamar nos remite de manera directa a Batalla real, la cinta japonesa más emblemática en este tipo de concursos en los que el premio es quedar con vida hasta el final.
Pero la serie no se queda solamente en su similitud con la nipona Batalla real, sino que también guiña el ojo a Hostal 3 (la peor de la trilogía, tanto porque ya no la dirige Eli Roth y porque la historia tiene lugar en Estados Unidos, no en la Europa Oriental, como las dos anteriores), con unos aficionados VIP que pagan grandes fortunas por ser testigos de su desarrollo a partir del quinto y sexto juego en los que participan los jugadores que aún han sobrevivido. De igual forma, al menos en lo sádico y mortífero de los concursos, aunque aquí involuntariamente, la serie nos recuerda a la saga de Saw, en la que el asesino serial Jigsaw concluye su rollo siempre con la escalofriante frase: “Que comience el juego”.
Esta interesante historia de horror atrapa al espectador por abordar un tema que es universal: la falta de dinero para salir adelante con la familia, de ahí que todos los participantes sean personajes que necesitan de una oportunidad para poder resolver sus problemas económicos. Más adelante se darán cuenta que están metidos en un callejón sin salida en el que la única opción es morir o ser el único sobreviviente para poder disfrutar de 45 mil millones de muy devaluados wones surcoreanos (que, sin embargo, son un poco más de los 38 millones de dólares, lo que representa una verdadera fortuna).
Los posibles candidatos al juego –un juego clandestino, por lo demás— son reclutados de forma peculiar por un enganchador que se pone en las estaciones del Metro para abordar a los posibles incautos. Tras un juego bizarro en el que se recompensa a los participantes con 10 mil wones, adicionalmente se les entrega una tarjeta con un número y unos signos impresos con formas de círculo, triángulo y cuadro. Si el tipo acepta participar en un juego en el que se podría hacer rico, podrá contactar a los organizadores para entrarle.
Los concursantes tienen problemas económicos, ora porque se quedaron sin empleo (el 456) y viven a costillas de su madre que trabaja, ora porque cometieron fraude en el trabajo (el 218), ora porque desertaron de la dictadura de Corea del Norte (la 067), ora porque no les paga el patrón ojete (el 199, que es de Pakistán), ora porque andan huyendo de la mafia filipina (el mafioso 101) o porque se tiene un tumor en la cabeza que es mortal (como el caso del enigmático anciano del 001, que en realidad no es lo que parece), etcétera. En fin: todos le entran al juego por sus problemas económicos, como lo haría cualquier otro en similar situación en cualquier parte del mundo.
El problema, sin embargo, es que nadie espera que el juego realmente sea mortal, hasta que se dan cuenta cuando participan en el primero los 456, el de luz roja, luz verde, donde una muñeca gigantesca canta una canción infantil y, a continuación, lanza disparos a los que hagan el mínimo movimiento, una vez que tuvieron que detenerse en su loca carrera hacia la meta (como en los semáforos de las calles; de ahí, pues, el nombre). En este primer juego, ante la masacre de más de 70 de los concursantes, la mayoría de los sobrevivientes se rebela con los misteriosos organizadores, que andan en uniformes rojos que les oculta hasta el rostro, con un líder que se distingue por su vestimenta de color oscuro y una voz metálica.
Una cláusula para poder abandonar el juego es que todos estén de acuerdo, si bien hay quienes titubean cuando se enteran de la bolsa acumulada en ese momento, que representa la cantidad de 100 mil wones por cada uno de los que fueron asesinados, dinero en efectivo que es arrojado en un enorme globo de metal que pende del techo del área en la que se encuentran hacinados los concursantes, a los que les dan de comer poco y malo. Así, pues, por razones de mejor desarrollo de la historia, el juego termina y cada quién es regresado a las calles de la ciudad, lugar en el que tienen un encuentro el 218 y el 199, donde el primero se muestra generoso con el segundo.
Más adelante, de nuevo por razones de desarrollo del guion, el concurso se reanuda con el segundo –de seis en total— de los juegos: el del panal de azúcar, que en realidad es como una especie de oblea en la que hay que sacar sin romper la imagen que a cada uno le haya tocado, que son círculos, cuadros, triángulos o paraguas, como ocurre con el 456, que es el más difícil de todos. No obstante, por pura casualidad el jugador se da cuenta que, humedeciendo la imagen con la lengua, puede facilitarse desprender la figura sin dañarla.
El mafioso 101 es auxiliado por la 212 (una mujer medio desquiciada), que le pasa el tip de que puede desprender la imagen con un alfiler con la punta ardiente (calentada con un encendedor), por lo que entre ambos nace algo más más que una alianza, tras un sabroso cogidón que tiene lugar en los sanitarios. Por cierto, sobra decir que todos los que no pudieron cumplir con su objetivo son masacrados por los guardias uniformados de rojo, cuya instrucción es no hablar con nadie, a menos que se les dé la orden para hacerlo.
La historia es absorbente por llevar a los personajes a una situación límite en cada uno de los seis juegos en los que tienen que participar. Bueno, tratándose de la muerte, todo siempre es al límite. Sin embargo, aun en esas condiciones extremas, hay valores que están presentes entre personas que, en su mayoría, no son asesinas. Incluso hay quienes llegan al grado de sacrificar su propia vida para salvar la de otro, sin que por eso haya recompensa. La traición, por su parte, está presente también, la cual es más dolorosa cuando viene de alguien cercano y del que menos se lo puede uno imaginar.
Los ojetes de la trama, como bien se dice, no sorprenden ni decepcionan a nadie: son ojetes por naturaleza, de ahí que de ellos se puede esperar todo, pero por lo menos aquí alcanzan a recibir su merecido, es decir, el que la hace la paga. En fin: El juego del calamar es una obra maestra en el género del horror que, desde ahora y por méritos propios, es una serie de culto. Bien por Netflix.
*Columna publicada el 4 de noviembre de 2021.