Una de taxistas en GDL*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Tres años atrás, durante Semana Santa, estuve en la ciudad de Guadalajara. Es la última vez que he visitado la capital tapatía, por cierto. En el viaje en mi auto sólo íbamos mi esposa, mi hijo Darío y yo. La ida a la vecina ciudad fue sin mayores contratiempos. Fue allá, en pleno centro histórico, donde mi vehículo comenzó a fallar, aunque no muy seguro de qué.

Cerca del mercado de San Juan de Dios, calle de por medio, nos hospedamos en un hotel atendido por gente servicial, además de honesta. Ya es mucho para los estándares de la capital de Jalisco, que en algunas cosas –negativas— ya rebasa a la ahora llamada Ciudad de México. Por suerte, el auto quedó en una callecita que apenas cruza de lado a lado el famoso mercado, ya sin parquímetros, aunque aún quedan las huellas de su existencia.

Al siguiente día, en pleno sábado de la Semana Santa, el auto ya no arrancó, por más intentos que hice. Mi auto es de los buenos: es Chevrolet, reputados entre los de mayor calidad. Y así es, aunque parezca comercial: son carros nobles que muy rara vez dan lata. Pero esta vez no fue así, aunque por una razón explicable: la batería ya había cumplido con su vida útil, de ahí que fue necesario cambiarla por una nueva. El problema en ese momento era: ¿dónde encontrar un negocio auto eléctrico en un día en el que todo mundo vacacionaba?

No me quedó otra que, tras ir a almorzar al mercado, darme a la tarea de buscar algún taller auto eléctrico por la zona oriente del centro de la ciudad, lo que se convirtió casi en una misión imposible: todo negocio, chico, mediano y grande, se encontraba cerrado. Muy pocos estaban abiertos al público, pero ninguno con las características que yo necesitaba urgentemente. Así, tras un recorrido a pie por cerca de una hora, decidí cambiar de táctica: busqué algún taxi.

En alguna avenida que me encontré más al oriente, por fin apareció un taxi desocupado. Lo conducía un hombre de unos 65 años de edad, lo que de inmediato me inspiró confianza. Le pedí que me llevara a algún taller auto eléctrico que conociera por el rumbo, pues le comenté que mi auto no quería arrancar y que, sin duda, la falla era del sistema eléctrico, no mecánico.

Como buen taxista, conocedor del oficio y de la ciudad en la que prestaba su servicio, el hombre inició la travesía. Así, recorrimos la capital tapatía por diferentes rumbos en los que hay talleres de servicio auto eléctrico. En algunos de esos establecimientos a los que llegamos ni siquiera estaban abiertos; peor aún, en uno en el que sí se veía algo de actividad –cancel de por medio—, el tipo al que le pedí si me podía acompañar a revisar mi carro, de plano, sólo se hizo pendejo. Vaya, el cabrón ni siquiera me contestó. Le menté la madre y me subí rápido al taxi. Ya de por sí estaba metido en un serio problema con mi coche, como para, encima, meterme en otro con un patán hijo de puta.

En tanto, el taxista prácticamente había tomado como suya mi causa, por lo que no cejó en su empeño de encontrar un taller, así fuera lo último que hiciera en su vida. Llegamos por unas calles estrechas y apareció un tipo con un overol de mecánico, pero con una cara de malandrín que no podía con ella. No obstante, nos acercamos a él (por lo menos, no tengo prejuicios en ese aspecto: sólo dejo constancia del hecho) y le pregunté si había por ahí algún taller auto eléctrico. Le expliqué el problema y dijo:

—Aquí, a media cuadra, está un taller. Sígueme.

Iba a bajar del auto del copiloto, dispuesto a obedecer al tipo, cuando el taxista me tomó del hombro para detenerme. Me dijo:

—No te creas de ese cabrón.

—¿Por qué? –pregunté, sorprendido, mirándolo a los ojos.

—¿No le viste la cara? Si vas a seguirlo a donde dice, sin duda que ya no sales de ahí caminando. –Sentí un escalofrío que me recorría la espalda. Enseguida el taxista remató: —Aparte de que te asalte con varios cómplices que de seguro lo están esperando, te pondrían una señora madriza. ¡Vámonos!

El taxista emprendió la marcha, a la búsqueda del tan ansiado destino. Entre el recorrido que hicimos reconocí un monumento dedicado, creo, a los soldados, pues por ahí pasaba el camión que me llevaba a la lejana colonia en la que viví por algún tiempo durante mi adolescencia. En ese momento estaba a punto de decirle que me llevara al antiguo taller en el que había trabajado, casi en la esquina de las avenidas 8 de Julio y Washington, aun cuando estábamos a una enorme distancia. De pronto, pues, vimos un taller auto eléctrico abierto. Lo miró de reojo, pero me dijo que primero fuéramos a otro que conocía no muy lejos de ahí.

No fueron más de unas diez cuadras las que recorrió, se volvió a meter por entre unas calles cerradas, pero no encontró al que buscaba. Por fin, convencido de que el taller que habíamos visto de paso era el más conveniente (“son careros los cabrones, pero son buenos”, me ilustró), volvimos al establecimiento que da hacia una avenida. El chofer se metió a la amplia cochera y ahí me esperó.

Fui a informarme a la refaccionaria de al lado, pues en ese momento en la amplia estancia del taller no había nadie. Me informaron que en un rato llegaba el patrón, el cual me podría acompañar para revisar mi carro. Que si quería esperarlo, adelante. Contento de que por fin había encontrado la solución a mi problema vehicular, me acerqué al taxista, que en todo el momento permaneció al frente del volante.

—Ya estuvo, mi amigo. ¿Cuánto le debo?

—¿Seguro que van a ir a revisar tu carro?

—Sí, seguro. Sólo voy a esperar al jefe para llevarlo a San Juan de Dios a que lo revisen. Como sea, el carro queda bien porque queda.

Me sorprendió el cobro. Por el tiempo perdido en buscar un taller, recorriendo grandes tramos de la ciudad, de menos esperaba una tarifa de entre 250 y 300 pesos. Digo: se vería muy sinvergüenza si me cobrara de más. En cambio, sólo me cobró cien pesos. Conmovido por el gesto de ese viejo que fue como una especie de ángel de la guarda, le pagué y le estreché la mano con todo el afecto que puede sentirse por alguien que se solidariza contigo sin siquiera conocerte.

Antes de despedirnos, mirándome a los ojos, aún me dijo:

—Ten cuidado. Esta gente es seria, pero más vale ser precavido.

—No se preocupe –dije—. Todo saldrá bien.

Se alejó el taxista en su auto, que también le andaba fallando, por cierto. Hasta más tarde reaccioné: nunca le pregunté su nombre ni le pedí algún número telefónico. Juro que, si lo volviera a ver, le haría un buen regalo, pues la gente solidaria con sus semejantes es muy difícil de encontrarse hoy en día. Por fortuna, todo resultó muy bien con el auto y, por si las dudas, ese mismo día decidimos regresarnos a Colima, con acumulador nuevecito.

Para ese taxista de Guadalajara –tradicional, no Uber o de Chofer Pro—, donde quiera que esté, mi más grande gratitud por haber sido tan decente.

*Columna publicada el 12 abril de 2016.

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