Un crimen que conmovió al Colima de 1909 (I/II)*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Previo a la época revolucionaria mexicana (1909), el país gozaba de una aparente tranquilidad bajo el control del dictador Porfirio Díaz. Por tal razón, dado que los crímenes atroces eran cosa de historias de folletín, influencia de la literatura europea, el ocurrido en la pequeña comunidad colimense de lo que entonces se conocía como Los Tepames o San Miguel de La Unión (hoy simplemente Tepames) causó tal conmoción que incluso llegó hasta el propio despacho presidencial que por entonces se encontraba en el Castillo de Chapultepec.

Hay una novela de la época llamada El crimen de Los Tepames, autoría del periodista y escritor español Emilio Rodríguez Iglesia (avecindado en la ciudad de Guadalajara), que se apega más o menos a los hechos, pues es evidente que desde el principio toma partido por la causa de las víctimas (algo por lo que, por otro lado, no se le podría reprochar nada).  Así, calificada como una novela histórica, el libro detalla los pormenores de lo que ocurrió en marzo del año de 1909 en el entonces pueblecito, casi una ranchería, al que se conocía entonces como San Miguel de La Unión.

Histórica o no, la novela se apega lo más que puede a la realidad, pues se publicó originalmente el mismo año de los acontecimientos que estremecieron al país entero, pues en varias entidades del país ya se habían documentado historias muy parecidas a la ocurrida en Colima. La rapidez con la que se publicó la historia no dio pie a distorsiones, pues en nuestra entidad, desde el gobernador del estado para abajo, la “justicia” estaba cargada hacia el lado de los asesinos, no de las víctimas, lo que causó la indignación generalizada que inició precisamente en la capital tapatía.

Así, en virtud de que la noticia se dio a conocer en un diario tapatío, no en los de Colima, el hecho comenzó a llamar la atención, lo que generó la clásica bola de nieve que resultó incontenible. Pero fue gracias a periodistas de Guadalajara, no de Colima, por lo que el hecho llamó la atención de la opinión pública y, más tarde, del propio don Porfirio Díaz, que tuvo que intervenir y dar línea para que el terrible asesinato fuera esclarecido en su totalidad, lo que causó que fueran reescritas las declaraciones originales, falsificadas para beneficiar a los asesinos.

La historia en sí se puede dividir en tres partes, si bien es cierto que consta de siete capítulos, un epílogo y varios artículos periodísticos de la época en los que se aborda el tema. Los tres momentos de la novela de Emilio Ramírez Iglesia son los siguientes: la conspiración de los implicados para cometer el crimen, Mauricio Anguiano, Darío Pizano y un tal licenciado S: el asesinato en contra de los hermanos Bartolo y Marciano Suárez, perpetrado en su propia casa en Tepames, así como el de la reacción entre la opinión pública tapatía y la intervención del viejo dictador para corregir una injusticia.

Los conspiradores fueron principalmente Mauricio Anguiano, que contó con el apoyo de sus hermanos Onofre y Fermín, y Darío Pizano, comandante de la policía de Colima, a la que llamaban “la acordada”. Otros personajes no menos importantes que participaron en el crimen son un tal Isidoro Morales (jefe de “la acordada” en el pueblo de Tepames), autor de por lo menos un asesinato previo, cuya víctima había sido don Justo Saucedo, lo mismo que ese tal licenciado S, del que no se dan mayores datos.

La conspiración llega a oídos de la esposa de Mauricio Anguiano, que es Simona Suárez, nada menos que hermana de los que más tarde serían difuntos, es decir, de Bartolo y de Marciano. Si bien hace todo lo posible por persuadir a su esposo de que no les haga nada a sus cuñados, Mauricio Anguiano se las arregla para obligarla a no hacer nada. Claro, eran los tiempos en los que la opinión de las mujeres no contaba mucho, pues ellas sólo eran “buenas para el metate y para el petate”, de tal suerte que no pudo hacer nada por salvar a sus hermanos de la suerte que se cernía sobre ellos.

El odio de Mauricio Anguiano a sus cuñados era patológico pero totalmente injustificado a ojos vista: tiempo atrás había asesinado a otro de los hermanos Suárez, Leonardo, crimen por el que sólo había pagado con tres años de cárcel, gracias a la repartición de dinero que supo hacer entre los que se encargaban de impartir la justicia en Colima en esos tiempos. O sea: en lugar de estar conforme porque sus cuñados no le cobraran la afrenta cometida con el hermano asesinado, sus intenciones eran las de acabar con su familia política entera.

Un hecho llama la atención: parte de la conspiración tiene lugar en los mismos días en los que el presidente Díaz realiza una gira por Colima, donde inaugura el trayecto del ferrocarril que conduce hasta Manzanillo. Con esa obra nuestro estado quedaba comunicado totalmente con Guadalajara y con el centro del país, un logro muy importante para su tiempo. Es por ello que aquello fue todo un acontecimiento que se celebró como si se hubiera tratado del día del grito de independencia. Sin embargo, en medio de la algarabía general, los planes del asesinato avanzaban.

Al final, cuando el comandante de “la acordada” convenció a sus jefes superiores, entre ellos el gobernador Enrique O. de la Madrid, de que había que ir a detener de una vez por todas a los que calificaba de bandoleros, asesinos, salteadores (aún no se empleaba el término de terrorista, pues también se los hubieran endilgado) y un largo etcétera, salió un “piquete” de policías de la ciudad de Colima a Los Tepames al mando de Darío Pizano, a cumplir su siniestra misión. (Continuará).

*Columna publicada el 6 de agosto de 2018 e imagen tomada del perfil Colima de ayer.