POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Al estilo de las de Shakespeare, trasladada al corazón mismo de nuestro país (una Ciudad de México en la segunda mitad de la década de los 60), la historia de Armando Ramírez es una tragedia clásica. Así, la novela Chin Chin el teporocho se inscribe en el rubro de la fatalidad, donde sus personajes representan los roles básicos: los amigos incondicionales, la mujer amada, la traición, la pobreza, el asesinato como recurso último que lleva a la perdición en el alcohol; en el caso mexicano, llegar a convertirse en un pobre teporocho.
Como trasfondo de la trágica historia está el ambiente que se va generando hasta concluir con la matanza en la Plaza de las Tres Culturas de la zona habitacional de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, donde Sonia (una joven que estudia en la Vocacional), la prima del personaje central de la novela (un asalariado que vive en una vecindad), Rogelio González, es brutalmente golpeada en la cabeza el día de la manifestación, razón por la que muere poco después en el hospital en el que es atendida por los médicos y enfermeras.
Por fortuna –o tal vez no, según se quiera ver—, lo de la matanza de Tlatelolco no es el tema central de la historia, pero sirve de telón de fondo para la tragedia que se va desarrollando en una novela atípica del cronista tepiteño por excelencia: Armando Ramírez, autor de una obra que ya es un clásico mexicano al que el paso del tiempo le hace los mandados. Así, tras el inusitado éxito literario que obtuvo en su lanzamiento en el año de 1971, en 1975 se llevó también a la pantalla grande (dirigida por Gabriel Retes), donde impera intensamente el espíritu que le imprimió el autor a la novela.
Decía líneas atrás que Chin Chin el teporocho es una novela atípica, lo que es una afirmación correcta: está escrita con evidentes faltas de ortografía de principio a fin; más aún, no hay respeto por las reglas gramaticales del idioma español (no hay mayúsculas al inicio de un renglón, los diálogos y las mismas frases no respetan la sintaxis, etcétera), pues evidentemente el autor, al momento de escribirla, lo hizo deliberadamente como una forma de ser contestatario, aunque algo está totalmente a su favor: rescata el habla popular de la gente del barrio de Tepito y, en general, de las zonas pobres de la capital del país que tienen en Armando Ramírez a un interlocutor válido.
La historia está contada por un teporocho a un personaje que se encuentra al pasar. Todos en México sabemos que el teporocho es un borrachín prácticamente perdido entre la bebida y la basura, cuyo destino es una muerte segura, aun cuando se trate de gente joven que envejece prematuramente a causa del alcohol. No hay una definición clara sobre el origen de la palabra, sino que se trata más bien de una composición, como un juego de palabras, entre té y por ocho, que es a como querían que les vendieran una bebida que valía diez centavos. La costumbre se quedó desde los tiempos en los que se afirmaba: “Ya vienen los que quieren el té por ocho”.
El caso es que el teporocho (té por ocho), eje central de la trama, va guiando por el infierno (como el poeta Dante a su colega Virgilio) de su narración al personaje que se pone a escuchar su tragedia personal.
Así, al principio todo es optimismo entre los personajes que giran alrededor de Rogelio González: sus amigos de la vecindad, Rubén, Gilberto y Víctor (que también es su primo), así como el del trabajo, Pedro; su novia, Michele; la familia de ésta, como su hermana Agnes y el padre de ambas, un gachupín que se expresa mal de los mexicanos; su propia familia, donde su tío, don Víctor, es un zapatero que trabaja de sol a sol, cuya única diversión es ver la televisión un rato, ignorante de que su mujer lo engaña: doña Soledad, mamá de Gilberto que todavía se mantiene en buena forma, a la que apodan La pindonga, y la corrupción personificada en los policías, tanto preventivos como judiciales, de lo que era entonces el Departamento del Distrito Federal.
Conforme avanza la historia uno intuye el trágico final, aunque no sabe por dónde es que llegará hasta Rogelio: de su amigo Rubén, un traidor que vende y consume nescafé etiqueta verde (como se conocía popularmente en ese tiempo a la mariguana), intuye es el culpable de la muerte de su primo Víctor, aunque no está seguro; de su suegro, que lo ve muy poca cosa para su hija Michele, tiene sentimientos encontrados, aunque el secreto que descubre se convierte en el detonante; de su cuñada Agnes, con la que tiene un buen faje (una caldeada, según la expresión de la época) cerca de Ciudad Universitaria, no se puede esperar mucho; en fin, las cosas bien podrían salir mejor, si no es que todo apuntaba para terminar mal.
La primera novela de Armando Ramírez fue un éxito rotundo, si bien en sus siguientes obras ya no hubo la frescura, la espontaneidad, la honestidad que se encuentra en Chin Chin el teporocho, aun cuando su redacción haya sido un verdadero desastre y llegue a representar la peor pesadilla del corrector de estilo más paciente que pueda haber existido en el mundo de habla hispana. De cualquier forma, se trata de un clásico chilango que es lectura obligada entre los buenos lectores mexicanos que se precien de serlo.