Trilogía fundamental de maestros de ciencia ficción (I)

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Tres novelas fundamentales de autores de ciencia ficción serán analizadas en esta columna de culto, comenzando con Farenheit 451, de Ray Bradbury; seguiré con Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y concluiré con Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, de Philip K. Dick. Corre video. 

Farenheit 451 /Ray Bradbury (I de III) 

La lectura de libros puede llegar a ser transgresora, de ahí que haya gobiernos autoritarios que prohíben su distribución para que la gente –a la que está dirigida la lectura— no piense. Al menos en la ficción, precisamente en la novela Farenheit 451, del escritor norteamericano Ray Bradbury, esa es la premisa: evitar a las personas la molestia de tener que leer libros aburridos que no se entienden, que van desde los clásicos de la literatura universal hasta los de historia, filosofía, poesía y demás. 

En ningún país del mundo se ha llegado a tales extremos (había libros prohibidos, pero sólo los de ciertos autores incómodos para algunos regímenes), pero la idea del autor es clara: la tentación de los gobiernos autoritarios por reprimir la libre expresión (algo que los libros representan a la perfección) es algo que está latente todos los días en cualquiera que sea y del signo político e ideológico que asegure representar en el último resquicio del planeta. 

La tentación de censura, pues, está por igual en la mente de gobiernos de izquierda o de derecha. Permitirlo o no es responsabilidad de los gobernados, no de los que se erigen en los grandes censores que deciden en qué sí y qué no puede la gente entretenerse y, sobre todo, cultivarse. Curiosamente, en Farenheit 451 ya aparece la televisión como el mejor medio para mantenerla enajenada, incluso en forma visionaria, pues para la época en la que fue concebida la obra (1967), se hace mención a las pantallas murales en las paredes (las TV de plasma o las led, ¿no?). 

Si bien la novela no es lo profunda que sí es, digamos, la orwelliana 1984, por lo menos tiene buenas intenciones al describirnos un Estados Unidos totalitario en el que ya no existe la costumbre de leer libros entre la población; si acaso, sólo se permite la difusión de algunas obras inofensivas, de revistas y de periódicos profesionales. La diversión, en sí, se encuentra en el cine, el teatro y en la TV, pero por supuesto que con contenido autorizado por el propio Estado totalitario. Obvio: si hay libros y lectores clandestinos, ahí están los bomberos a los que hace alusión el nombre de la novela. 

En efecto: farenheit 451 es la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, razón por la cual el Estado totalitario cuenta con sus propios bomberos cuya misión resulta paradójica: queman las obras que están prohibidas, en lugar de apagar los incendios que se producen accidental o premeditadamente. De hecho, al protagonista de la historia, Guy Montag, una joven rebelde (Clarisse) le recuerda que hubo un tiempo en el que los bomberos se dedicaban a apagar el fuego, no a provocarlo entre los aterrorizados lectores clandestinos. 

La novela contiene detalles que no pueden pasar inadvertidos para el lector: el Estado en el que no se permite la lectura de libros está tecnológicamente muy avanzado, de ahí que casi nadie camina por las calles y tal vez no se reúne la gente en los jardines y parques públicos, pues la gente viaja en el Metro o en autos que son conducidos a más de 140 kilómetros por hora. De ahí, pues, que los accidentes automovilísticos sean algo cotidiano por lo raudo que van los vehículos y lo lenta que puede resultar alguien para cruzar una calle. 

Precisamente, por lo raudos que viajan los conductores en sus autos en las ciudades y en las carreteras, los anuncios espectaculares tienen una dimensión de unos 60 metros de largo, apenas para alcanzar a ser apreciados por los que conducen, junto con sus acompañantes. Claro, en el pasado hubo anuncios espectaculares de no más de seis metros, pero esos ya no podrían ser vistos si se viaja todo el tiempo a una velocidad endemoniada. 

Bueno, el caso es que Guy Montag pertenece al cuerpo de bomberos desde hace diez años, pues también lo fueron su padre y su abuelo, de manera que siguió con la tradición familiar. Pero el tipo no se siente muy bien con su trabajo a partir de que conoce a la misteriosa joven que vive con su extraña familia al otro lado de su casa. La muchacha (de diecisiete años) es la personificación de la rebeldía de la que Montag comienza a aprender algunas cosas, y a la que extraña más cuando un mal día ella y sus familiares desaparecen. 

Pero el detonante que hace dudar sobre su actividad al personaje protagónico de la novela se presenta cuando un día (más bien, una noche, pues así es como los incendios de las casas –con todo y los libros— se veían más hermosos para los bomberos que los provocaban), tras ser denunciada anónimamente una mujer ya anciana, ésta decide morir en el fuego antes que ponerse a salvo y ver arder su patrimonio de toda la vida y quedarse sin nada.  

A lo anterior se podría agregar el hecho de que Montag tiene una esposa que es una mujer totalmente indolente. Ella, Mildred, es prácticamente un robot al que hasta le hacen lavados de estómago y de sangre, por lo que los medicamentos que emplea la tienen como sedada todo el tiempo. Las amigas con las que cuenta son muy parecidas, siempre ocupadas en frivolidades y banalidades, y serán las que terminarán por denunciarlo ante su propio capitán de bomberos, Beatty, que representa al Estado totalitario que desprecia los libros y, por tanto, ama más que a nada su trabajo. 

En cada cuerpo de bomberos cuentan con un Sabueso Mecánico, una especie de perro con ocho patas y armado con un mecanismo que hace que aplique con una potente aguja una sustancia anestésica a los que se ponen al brinco a la hora de ir a quemar libros en las casas. Así, cuando Montag acaba con su rudo y estricto capitán, el Sabueso le alcanza a clavar la aguja en una de sus piernas, pero también termina por ser inutilizado con el fuego de la manguera que los bomberos emplean para lanzar sus chorros de líquido ardiente. 

Durante su viacrucis en su calidad de prófugo, Montag conoce al anciano Faber, que a su vez lo presenta a un grupo que es una especie de Resistencia que vive escondida en los bosques y a orillas de los ríos, cuya finalidad es la de mantener vivo el gusto por la lectura, aunque sólo sea oralmente, aunque con la esperanza de algún día volver a imprimir los libros que ahora se conservan en el recuerdo de esos lectores de obras de todo tipo. Muy romántico, aunque ya no tanto cuando vemos hordas pretendiendo quemar libros de autores incómodos de regímenes autoritarios. 

El Estado, siempre el Estado, tiene su propia versión sobre la extinción de los libros, la que es expuesta por uno de sus máximos representantes, como es el caso del capitán de bomberos, Beatty, cuando habla con su subalterno Montag: 

“… Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean las máquinas de escribir. Eso hicieron. Las revistas se convirtieron en una masa insulsa y amorfa. Los libros, según dijeron los críticos esnobs, son como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabe lo que quería, permitió la superviviencia de los libros de historietas. Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas ilustradas o periódicos profesionales”. 

Con todo, no hay ninguna justificación para la fogosa persecución de los libros y de los que se empeñan en conservarlos; sobre todo, en leerlos.