POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Con el atraco cometido en el año 1964 del siglo pasado a un banco en el que hay dinero en efectivo y bolsas de esmeraldas, en el que está presente la traición, da inicio la novela Sangre vagabunda, de James Ellroy, el eficiente autor de la novela negra por antonomasia en Estados Unidos. El golpe es investigado más a fondo cuatro años más tarde (a partir de 1968) durante los siguientes cuatro años (hasta 1972) por el investigador privado Don Crutchfield, donde nos adentramos en una historia por la que desfilan personajes reales, hay grabaciones clandestinas, expedientes secretos puestos al descubierto, etcétera.
Todo lo anterior va muy acorde con la época en la que se desarrolla la intensa historia, la de Richard M. Nixon, que anda en plena campaña por esos días y le da la pelea a un debilucho y poco carismático Hubert Humphrey, el candidato demócrata que es derrotado en las elecciones presidenciales de ese año (1968). Ello gracias a las aportaciones para la campaña de sus amigos, como algunos mafiosos de origen italiano y del mismísimo Howard Hughes, el excéntrico multimillonario al que sus cercanos apodan Drácula.
El magnate Hughes, al que llevó a la pantalla Martin Scorsese con la película El Aviador, es descrito como un auténtico maniático de la higiene, amén de ser un tipo racista en grado extremo. En Sangre vagabunda se le ubica como fiel simpatizante del partido de los republicanos, con los que hace grandes negocios una vez instalados en el poder. Con el demócrata Lyndon B. Johnson no había posibilidades para monopolizar casinos, pero con Nixon en la presidencia se refleja pronto el agradecimiento del político: carta blanca para hacerse de varios casinos de la mafia en Las Vegas.
La leyenda decía que en sus últimos tiempos el multimillonario vivía encerrado en su departamento, de ahí que hubiera el ofrecimiento de un periódico gringo que pagaba un millón de dólares (que no era ninguna baba de perico en la década de los 60 del siglo pasado) al que enviara una fotografía del personaje tomada en forma clandestina. No queda claro si hubo alguien que llevara una foto de Hughes, pero el encierro y el hecho de que se hiciera cambiar la sangre constantemente para no ser víctima de enfermedades virales, le hicieron ganarse el apodo de Drácula que le endilgaron sus cercanos.
La historia de James Ellroy nos lleva de la mano hasta la República Dominicana, el lugar ideal para abrir un nuevo centro de casinos, después de ser cerrados los de Cuba al triunfo de los revolucionarios de Fidel Castro, el sujeto que ofreció mucho (¿no les suena conocido eso?) y, a la postre, sumió en la miseria a su país con una feroz dictadura hereditaria por más de seis décadas. Sonaba lógico: la RD es también una isla que se encuentra en el Caribe que podría atraer la clientela que ya no podía visitar a la Cuba esclavizada.
Hay acuerdos de alto nivel para que la República Dominicana abra las puertas a los inversionistas, hasta cuyas playas llegarían los gringos en aviones de una aerolínea propiedad del magnate Hughes. En la RD acababa de caer el dictador Leónidas Trujillo, bajo presión de EEUU, pero con una embarrada de manos al sustituto, Joaquín Balaguer (un político al que James Ellroy nombra El enano), todo comienza a caminar como sobre rieles.
La pequeña isla de República Dominicana comparte territorio con otro país, Haití, donde su población es mayoritariamente negra que habla en un francés criollo. Esa mitad de la isla es gobernada por Papa Doc Duvalier, el dictador que cuenta con sus porros conocidos como los Tonton Macoute. Bueno, también se le embarran las manos con dinero para que ofrezca facilidades para que se instalen casinos en su territorio y en lugares cercanos a la frontera. La idea es que los dos países colaboren para que se echen a andar los casinos de mafiosos y políticos gringos. Al final, se trata de gobiernos alineados a Estados Unidos en tiempos en los que impera la llamada guerra fría.
Este hecho fue saboteado por uno de los protagonistas de la novela de James Ellroy (el ex policía Wayne Tedrow), quien prendió fuego a todas las construcciones ya casi terminadas por un súbito sentimiento de izquierdista que aún le queda, que a la postre le costaría la vida. No obstante, ninguno de los dos presidentes de la isla caribeña –compartida por dos países pobres— no saben que el ex policía es el responsable, por lo que la agarran en contra de otros chivos expiatorios. En Estados Unidos también se encabrona Richard M. Nixon, pero el proyecto de rehacer una nueva meca del juego en El Caribe llega a su fin.
La extensa investigación de Don Curchfield, en la que se basa la novela, da a conocer los pormenores de otro personaje de la época: Edgar Hoover, el legendario director del FBI durante décadas, quien estaba obsesionado con los negros, los comunistas y todo lo que su paranoia supusiera que representaban un peligro para su país. Hay transcripciones de conversaciones entre el director de la famosa agencia de investigación gringa y uno de sus hombres, Dwight Holly, en el que se habla de esa obsesión de Hoover por registrarlo todo, incluso pasando por encima de la ley.
El mismo Dwight Holly también conversa telefónicamente con el presidente Nixon, quien en una de sus charlas por teléfono le pregunta si está grabando esa conversación. Ante la negativa del agente del FBI, el político al que se conoce como El Escurridizo le confiesa muy cínicamente que él si la está grabando. A mayor abundamiento, dice que sus conversaciones grabadas son guardadas en una caja fuerte, donde es obvio que no saldrá nada; de ser así, lo admite Nixon, eso será cuando los dos ya no formen parte de este mundo.
En otra conversación el presidente Nixon le pide a Hoover que eche mano de sus triquiñuelas para armar expedientes de gente que le resulta incómoda. Aunque el director del FBI finge ser muy observador de la ley (lo que implica no hacer grabaciones de conversaciones no autorizadas por algún juez), tiene que admitir que se vale de uno que otro truco para hacer su trabajo.
Cabe hacer notar que Nixon no quería mucho a su director del FBI, pero no se atreve a echarlo a la calle por la cantidad de información que Hoover poseía de todo mundo, donde de seguro había un grueso expediente sobre sus actividades pasadas. Por ello, el taimado Nixon prefirió sacar provecho político de los conocimientos que el director del FBI tenía de todos. De alguna manera, siguió el ejemplo que dio Lyndon B. Jhonson sobre el mismo tema.
Me explico: al convertirse en presidente de Estados Unidos, a la muerte de John F. Kennedy, un amigo le preguntó por qué mantenía en su cargo a Hoover, sabedor de la mala fama que lo acompañaba. La respuesta del presidente fue la que corresponde a un político colmilludo. Así, en términos generales, el texano dijo a su interlocutor algo así como lo siguiente “Prefiero tener a Hoover dentro de la tienda meando para afuera, que fuera de la tienda meando para dentro”.
A regañadientes, Hoover admite ante Nixon que se vale de todo tipo de artimañas para hacerse de información comprometedora. Por ello no deja de ser divertido la primera vez que conversan los dos (Nixon y Hoover), cuando el director del FBI, por tratar de congraciarse con el nuevo presidente, le dice que fueron amigos en 1914. El zorruno Nixon le contesta que él nació en 1913, por lo que debieron haberse conocido en una fiesta en la cuna. Pero luego le dice Nixon a Hoover, tal vez en un plan más serio:
–Seguro que tiene expediente de ello. Cada vez que un izquierdista se tira un pedo, usted abre un expediente.
–Si considero que esa persona es subversiva, sí lo hago –fue la respuesta.
Las diversas conversaciones de Hoover con el agente Dwight Holly dan fe del deterioro de la salud en la que comienza a caer el director del FBI. En algunas de las últimas pláticas tose mucho, pero dice que es un pequeño resfriado que ya se está atendiendo. Al último, ya decrépito a los setentaitantos años de edad, ya ni tragar su sopa podía. Surge entonces la versión para intentar asesinarlo y destruir sus archivos, pero a la mera hora el que lo va a matar se arrepiente. O quién sabe. Porque poco después muere (es el año de 1972).
A Hoover le gustaba incentivar a sus gentes (las que le hacían el trabajo sucio) con esmeraldas. Sí, las mismas que habían sido robaras años atrás y de cuyo paradero no se sabía mucho, hasta que una ardua investigación dio con el único que quedó vivo (en ese momento mueren cuatro guardias y tres –de los cuatro que eran— de los asaltantes. El cuarto es el que se encargó de ejecutar a sus compañeros. Bueno, dan con él, algunas esmeraldas y el dinero en efectivo, que había sido lavado en un banco de un tipo aparentemente decente, quien confiesa después de una tremenda sesión de tortura a base de golpes que le dejan como papilla los riñones.
En la extensa novela (773 páginas) hay algunos otros personajes destacados que forman parte importante de la historia. Hay un policía infiltrado Marsh Bowen que confiesa en cartas confidenciales que es un homosexual en una época en la que era un problema tener esa orientación, tanto en lo laboral como en lo político y lo social. También aparece un tipo de origen francés, al que James Ellroy se dirige a él como el franchute, que es un asesino a sueldo que trabaja para la mafia.
De igual manera, al ser una explosiva época en la que se dieron los grandes acontecimientos que conmovieron al mundo de entonces, la emancipación de la comunidad negra está presente con el grupo de Las panteras negras, que fue infiltrado por el FBI para conocer sus pasos desde dentro de sus entrañas.
El caso es que Sangre vagabunda, de James Ellroy, es una novela un tanto difícil, pero vale la pena por la cantidad de información que se maneja ahí, obviamente mucha de ella real.