POR Bibiano Moreno Montes de Oca
A no dudarlo, El cementerio de Praga es una interesantísima novela del maestrazo italiano Umberto Eco; sin embargo, la diferencia de la primera con la que nos ocupa hoy, es que a ésta no se le hizo mucho ruido. A El nombre de la rosa se le dio una difusión inusitada, pero conforme siguieron fluyendo los títulos, ya no se vio el mismo entusiasmo ni en críticos ni en lectores.
No obstante, si algún libro se puede jactar de ser sinónimo de conspiración, sin duda que ese es el del piamontés Umberto Eco, titulado El cementerio de Praga. Y así, conforme uno se introduce lentamente en un mundo plagado de conspiraciones judeo-masónicas durante casi todo el siglo XIX, se queda plenamente convencido de tener la razón.
La novela de Umberto Eco parte de la premisa que tiene origen en el cementerio del título, y que no es otra que la de difundir los planes secretos –que no lo son tanto— de los judíos para apoderarse del mundo. Todo comienza en ese lugar, pero es obvio que ha sido urdida, a la vez, una conspiración de quienes tienen un hondo resentimiento contra la raza hebrea, mismo que permanece intacto hasta nuestros días.
Sin andarse con rodeos, el texto echa mano de todo cuanto se ha dicho en contra de los judíos (en libros, en documentos y por transmisión oral) a todo lo largo de la historia de la humanidad. De ahí, pues, que resulte lógico que los enemigos de los judíos –que siempre han existido— hayan escogido el cementerio de la capital checoslovaca para armar su plan, ya que ahí es donde yace el cuerpo del rabino Löw al que se atribuye haber creado El Golem.
Inspiración de Mary Shelly para crear su propia versión de El Golem en la novela que le dio renombre internacional dos siglos después, Frankestein, la primera criatura se encargaba de defender a los hebreos del odio irracional que concitaban entre las demás razas. El final de los dos monstruos es similar: se vuelven contra sus propios creadores.
Pero vayamos a la novela de Umberto Eco: como en otros de sus trabajos, El cementerio de Praga tiene tres narradores que van recreando buena parte del siglo XIX: el piamontés Simón Simonini, el abate Dalla Piccola y el propio autor. Fechado hacia el año 1897, el escrito del que van dando cuenta los narradores abarca de 1830 en adelante, lo que implica la aparición de personajes reales que vivieron en esa época.
Así, por esta historia plagada de conspiraciones desfilan personajes como José Garibaldi (acusado de masón y versión italiana del mexicano Miguel Hidalgo), el escritor Alejandro Dumas (el padre, de rasgos negroides, que es el creador de numerosas obras tan vigentes hoy como entonces), Sue (legendario autor de El judío errante), el militar francés de apellido Dreyfus (objeto de una conspiración fraguada en su contra por haber sido judío), Karl Marx (judío, obviamente) y muchos otros más que sirven de referencia.
Los únicos que no son reales son los dos narradores (Simonini y Dalla Piccola), pero reúnen características de otros que sí existieron. Así, por ejemplo, hubo un capitán Simonini que en la novela aparece como el abuelo del narrador Simón Simonini. Es precisamente ese abuelo el que inculca en su nieto un odio enfermizo contra los judíos, pero también contra los jesuitas y los masones, que en muchos casos vienen a ser lo mismo.
Negados por unos y confirmados por otros, la trama gira en torno a los planes que aparecen en Los protocolos de los sabios de Sión, pero también hay referencias a algunas nacionalidades en las que Umberto Eco (al final, el narrador omnisciente a lo largo de toda la historia) no se tienta el corazón para describirlas de la manera más descarnada posible, a saber: de los alemanes, de los franceses, de los polacos, de los italianos y de los latinos.
Las descripciones más descarnadas, sin embargo, corresponden a los judíos, motivo por el cual yo supongo que El cementerio de Praga no tuvo la difusión que merece, pues sin temor a equivocarme, se puede considerar como la obra maestra de las conspiraciones. Y el ninguneo de esta obra, que data del 2010, tal vez se deba a que, en buena medida, algo –o mucho— de lo que se dice en el libro pudiera ser cierto.
A este respecto, al autor de esta columna de culto no deja de intrigarle el odio que los judíos han despertado siempre en otras razas del mundo a lo largo de la historia. En efecto: en todos los tiempos los judíos han sido objeto de desprecio en los lugares a donde llegaron a vivir. En 1492, el mismo año en que Colón llegó a América, los gobiernos de España y de Portugal hicieron oficial la expulsión de los que profesaban la fe de Moisés.
Los hebreos que se quedaron en España y en Portugal tuvieron que renunciar a su fe y convertirse a la religión católica. No obstante, muchos conversos profesaban en secreto su religión. A estos se les denominaba “marranos”, lo que no deja de ser una ironía, pues supuestamente los judíos no consumen la carne de puerco. Por cierto, los que eran pescados in fraganti eran terriblemente castigados por el Santo Oficio, que de santo no tiene nada.
Lo intrigante es el motivo que orillaba a los demás a ver con desconfianza a los judíos, pues no sólo de dos países europeos fueron expulsados en el pasado, sino que en muchos más (en la misma Praga del siglo XVIII los checos los atacaban sin mediar motivo alguno, hasta que los echaron fuera) hicieron lo mismo. En El mercader de Venecia, Shakespeare pinta al protagonista (que es judío) como un tipo avaricioso, sin escrúpulos. No es su culpa: era lo que se veía en su tiempo.
Visto a la distancia, hoy se podría decir que buena parte de los prejuicios en contra de los judíos era producto de la ignorancia, pues estamos hablando de varios siglos atrás. Bueno, en realidad esa no parece ser la verdadera razón, pues en el siglo XX, en Alemania, el odio irracional en contra de los hijos de Israel fue el causante principal de la Segunda Guerra Mundial.
Por tanto, la novela El cementerio de Praga cumple a la perfección con su objetivo: hace reflexionar al lector que tuvo el buen tino de haberle hincado el diente, pues difícilmente saldrá defraudado.
Es una lástima que no exista el Umberto Eco mexicano que haría mucho más interesante nuestra historia si la aderezara con alguna conspiración en la que participaran masones y jacobinos, como ocurrió realmente con los fundadores de Estados Unidos.