POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Con este texto concluyo el análisis a una trilogía de la excepcional escritora inglesa Agatha Christie, iniciada en esta columna de culto con La muerte de Lord Edgware, seguido de Las manzanas y la de hoy, que es Diez negritos, misma en la que no aparece el carismático detective belga Hércules Poirot. Bienvenidos, pues, al fantástico mundo de esta autora excepcional.
Diez negritos / Agatha Christie
Mucho antes de sagas violentas en las que grupos de personas que no se conocen entre sí, pero que tienen en común un pasado oscuro, convergen en un mismo sitio, como en la de los filmes de la exitosa franquicia de Saw que inició James Wan, la escritora inglesa Agatha Christie se había adelantado (allá por la década de los 30 del siglo pasado) a todos con una novela excepcional que en el nombre define la historia: Diez negritos. Una historia excepcional en la que diez personajes, sin nada que aparentemente los relacione, son invitados por un misterioso personaje a pasar unos días en la Isla del Negro, junto a la región británica llamada Davepon.
La corrección política ha obligado a los editores de la novela a cambiarle hasta el título que le dio su autora, supuestamente por la alusión a los diez negritos, que hoy les suena despectivo a las generaciones de cristal. (En Francia, por ejemplo, tuvieron que “suavizar” un poco el nombre, eliminando la palabra negrito). En la misma lógica, es posible que también le hayan cambiado el nombre a la isla inglesa, pues igualmente debe “ofender” a los que no soportan siquiera escuchar la palabra negro, que es como se llama ese minúsculo pedazo de tierra en medio del mar, a más o menos un kilómetro de distancia de la costa.
El nombre de Diez negritos tiene sentido: se basa por completo en la letra de una canción infantil que, sin embargo, resulta perturbadora por su contenido, pues hace referencia a la muerte de cada uno de ellos de diferentes formas. Es un poco como la canción infantil del número de los elefantes que se columpiaban sobre la tela de una araña, que cada vez va en aumento porque se dan cuenta que resiste su peso. En la canción de cuna de los Diez negritos, empero, la historia ocurre al revés: uno a uno van muriendo (envenenado, de un hachazo, con un tiro en la cabeza, ahogado, ahorcado, etcétera), hasta que no queda con vida ninguno de los diez, igual que como reza la letra.
Si bien hay otras historias interesantes, la de los Diez negritos es la novela que más se ha vendido de la autora, contabilizando varias decenas de millones de ejemplares, algo que provoca una sana envidia para cualquier escritor que se precie de serlo. Y no es para menos: el tema es fascinante para el que ama la intriga, la violencia y la muerte… en la ficción, lo que uno se encuentra en la literatura del thriller o género negro, donde a Agatha Christie nadie de su mismo sexo le hace sombra. Hay muy buenas exponentes, claro está (pienso, por ejemplo, en la norteamericana Patricia Higsmith, que hizo famoso a su personaje Ripley), pero ninguna como la novelista del Reino Unido.
Sucede, pues, que diez personajes que no se conocen entre sí reciben una carta invitándolos a pasar unos días en la Isla del Negro, donde el propietario, un tal Owen, emplea información que no los hace desconfiar. Las invitaciones también son vía telefónica o por telegrama (algo muy común en las primeras décadas del siglo XX), pero con argumentos que son convincentes, incluso con algún aliciente para no dudar. La invitación indica que deben estar a determinada hora en un pueblito pesquero del que saldrá la embarcación que conducirá a los convocados a una reunión en la que los atenderá personalmente el dueño, el tal Owen.
Al encontrase por primera vez, todos los invitados a la Isla del Negro se miran con recelo. En la isla, donde hay una gran mansión que se encuentra cercana de unos acantilados y donde prácticamente no hay vegetación, los recelos continúan al estar juntos los diez, lo que incluye al matrimonio Rogers que los atenderá con la representación del tal Owen, en virtud de que no alcanzó a llegar para atenderlos personalmente. Los sirvientes se encargan de servir la cena a los agasajados, que disfrutan del banquete y buenos vinos. En la sobremesa, un poco más relajados todos. la tensión inicial por no conocerse se distiende, dando paso a las animadas charlas por aquí y por allá.
No pasa inadvertido para algunos de los contertulios la presencia de diez figuras de porcelana que representan a diez negritos, por lo que todos recuerdan la canción infantil que los alude a ellos y a los asesinatos, sin sospechar lo que les aguarda en ese mismo rato. Así, cuando más entretenidos se encuentran todos, una voz surgida de un disco girando sobre un gramófono (no hay que olvidar el tiempo en el que se escribió la historia) comienza a acusar a los presentes de sus respectivos crímenes (exactamente como la perturbadora voz del asesino serial de la saga Saw), causando un fuerte impacto entre todos.
Es de destacar que, entre los invitados a la isla, está un juez retirado (Wargrave), una institutriz contratada con un buen sueldo (Vera), un sujeto que va por una apuesta con un judío (Lombard), una solterona que supone que la invitación es para reunirse con una amiga (Emily), un general, que cree que se topará con viejos amigos (MacArthur), un doctor contratado para atender a la supuesta esposa del tal Owen (Armstrong), un joven apuesto (Tony), un policía de Scotland Yard (Blove), además de los sirvientes, el señor y la señora Rogers, que también tienen su historia.
El caso es que los diez personajes son mencionados por sus respectivos nombres y acusados de haber cometido crímenes que deberán pagar en una isla de la que no podrán escapar, pues las instrucciones que hay del tal Owen es que nadie vaya de tierra firme a la isla durante varios días; incluso, que en el pueblito pesquero no se haga caso a lo que pudieran suceder, como el de tratar de llamar la atención con la luz de algún espejo, si ven que sale humo o algo parecido. O sea que el asesino tuvo buen cuidado de tomar todas las precauciones que impidieran que alguien pudiera salir con vida.
De todas las acusaciones, obvio, casi ninguno se hace responsable por las acusaciones recibidas, salvo Lombard, que acepta haber abandonado a una veintena de aborígenes de una tribu africana, donde había estado en plan de aventura. El tipo, con cinismo, señala que se trataba de escoger entre salvarse él o salvar a los demás. Por supuesto, escogió la alternativa en la que abandona a su suerte a los otros, lo que en sí mismo no es un crimen, pero sí una tremenda irresponsabilidad. En el curso de los siguientes acontecimientos, sin embargo, hay varios que reconocen, en su fuero interno, que por lo menos incurrieron en negligencias en las que perdieron la vida varias personas.
El juez es acusado de haber condenado a muerte a un individuo que sí resultó ser inocente, aunque en su momento nadie puso en duda su decisión; Vera cree que el niño al que cuidaba podría haberse salvado de ahogarse si no estuviera tan enamorada de un tal Hugo; el general MacArthur dio la orden de ir a una muerte segura a un subordinado en la Primera Guerra Mundial, por sospechar que era amante de su esposa; Tony no cree ser culpable de la muerte de una pareja, y Blove alega inocencia por la muerte de un delincuente, algo en lo que incluso un tribunal le dio la razón en su oportunidad.
El único que acepta su culpa, repito, es Lombard, pero no siente ningún tipo de remordimiento. Algo parecido ocurre con la solterona, aunque su responsabilidad es peor: es la única que no habla del crimen del que se le acusa, pero en más confianza con Vera, la institutriz, acepta que despidió a una joven que tenía a su servicio por haberse embarazado sin que hubiera un padre a la vista. Con una estricta moral victoriana, la mujer corre de su casa a la joven por cometer tan terrible “pecado”, quien, al verse en una situación tan agobiante, decide quitarse la vida. Igual que Lombard, la solterona Emily no siete culpa alguna por su actitud desalmada hacia una desesperada mujer.
En la confusión que causaron las acusaciones y las disculpas de los que no creen haber sido responsables de un crimen, es envenenado con cianuro el primero de los diez invitados, siguiendo casi al pie de la letra lo que dice la canción infantil de los Diez negritos. A partir de ese impactante momento, y conforme va muriendo cada uno de los que llegaron a la Isla del Negro por invitación del tal Owen, los sobrevivientes se van dando cuenta que las figuras de porcelana que representan a los negritos, también van desapareciendo.
Lo interesante de la trama es que todos mueren, por lo que la historia podría entrar en el terreno de lo fantástico (es imposible que todos mueran sin que no haya un agente extraño que se encargue de irlos eliminando uno a uno), de no ser porque una carta metida en una botella y arrojada al mar, dirigida a la policía de Scotland Yard, devela el gran misterio en el epílogo, lo que deja patente la razón por la cual su autora, Agatha Christie, es ama y señora en su brillante oficio. Y, sin duda, Diez negritos es una auténtica obra maestra del thriller.