POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Es ya un lugar común afirmar que el escritor gringo Irving Wallace fue un visionario, pues ahí como no queriendo la cosa, fue el primero en abordar temas que ya han ocurrido en la vida real; por ejemplo, la llegada de un presidente negro a la Casa Blanca (El Hombre) o de la revelación de documentos antiguos que han cambiado la percepción que se tiene de Jesús, al que muchos insisten aún en considerar hijo de Dios y no de un simple mortal excepcional.
La premisa de la extensa novela La Palabra (739 páginas que, empero, se leen con fluidez) es precisamente la vida de Jesús, para lo cual al autor le llevó diez años escribirla: si bien ficticia, está respaldada por documentos reales sobre los que el autor se basó para armar la historia. Un dato adicional para hacer notar lo visionario de Irving Wallace, por cierto, es que se publicó por primera vez en 1972 (al siguiente año circuló la versión en español), hace medio siglo.
La publicación de La Palabra coincide con las mismas fechas en las que tuvo un éxito extraordinario el musical Jesucristo superestrella, mismo que resultó polémico para su tiempo, dado que presentaba a un Jesús más buena onda que el conocido desde hace dos milenios. Sin embargo, la novela de Irving Wallace es muy superior, ya que está tratada desde un punto serio, científica y filosóficamente, con datos que sí fueron acuciosamente investigados.
Para armar una historia de las dimensiones de La Palabra había que crear un buen número de personajes ficticios, pero toda la trama gira alrededor de su protagonista, el publicista norteamericano Steven R. Randall, quien es contratado por modernos mercaderes de la religión católica para armar una estrategia mediática en la que se dará a conocer una nueva versión sobre la vida de Jesús, a la que se le conocerá comercialmente como Nuevo Testamento Internacional o Resurrección Dos.
La información de que Jesús no murió en la cruz a los 33 años, sino hasta después de los cincuentaitantos y que hasta llegó a visitar Roma (o que su descendencia vive en París), ya ha sido dada a conocer a la luz de nuevas investigaciones que se han llevado a cabo en años más recientes, pero para la sociedad de hace cincuenta años –la década de los 70— debe haber sido un duro golpe; en especial, para aquellos fundamentalistas que se aferran a la versión oficial de la Iglesia Católica, cuya sede se encuentra en El Vaticano, donde por suerte ahora manda un Papa excepcional.
Repito: aunque se trata de una historia ficticia, La Palabra se caracteriza por contener información verdadera. Así, todo parte desde el supuesto descubrimiento de un evangelio escrito por Santiago el Justo, hermano menor de Jesús, en un lugar llamado Ostia Antica, cercano a la ciudad de Roma, donde en la antigüedad existía lo que llamaban el Lago Fucino, que más tarde fue secado con un túnel que se excavó para conducir el agua al río.
Señalar que el evangelio descubierto correspondía al hermano menor de Jesús tiene sentido, pues se trata de un contemporáneo suyo que lo conoció muy bien y de primera mano. Los autores de los cuatro evangelios conocidos y reconocidos (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) nunca lo vieron, por lo que se limitaron a recopilar algunas tradiciones orales, lo mismo que escritos de la primera comunidad cristiana, transcritos sobre papiros décadas después de la decretada muerte oficial del personaje bíblico.
Por voz de uno de los personajes, Irving Wallace nos revela lo siguiente: “De los veintisiete libros del Nuevo Testamento, sólo cuatro realmente consideran la vida de Jesús; y esos cuatro representan menos del cuarentaicinco por ciento de todo el Nuevo Testamento. Pero, ¿qué tanto nos dice de esa vida real? Bosquejan el primero y el doceavo años de la existencia de Jesús, y luego saltan a los últimos dos, y hasta ahí llegan. De hecho, no hay informes de nueve décimas partes de Su vida. Poco se nos dice de Su infancia o de Su adolescencia. No se nos dice con precisión cuándo nació, dónde estudió o cuál fue Su actividad. No se nos da una descripción física de Él…”
De acuerdo con el evangelio descubierto, la información sobre Jesús es más amplia y precisa: nada que ver con el rostro hermoso de un hombre en los treintaitantos que aparece en todas las habitaciones de los católicos, sino más bien uno feo, medio encorvado, no tan alto (de un metro con sesentaitantos centímetros), lisiado de una pierna, etcétera. Por supuesto, para que todo encaje a la perfección, está escrita en arameo, no en griego o en hebreo, lenguas que ya existían y que han sobrevivido hasta nuestros días.
A este respecto, cabe hacer notar lo siguiente: en los tiempos de Jesús, el griego lo utilizaban los romanos de la ocupación palestina; el hebreo lo utilizaban los líderes de las sinagogas judeo palestinas, y el arameo, una forma de hebreo, que la gente común utilizaba, como era el caso de Jesús.
Así las cosas, es bueno aprovechar la vasta investigación que hizo Irving Wallace en La Palabra para destacar los siguientes datos: el versículo más corto en el texto inglés del Nuevo Testamento contiene solamente dos palabras: “Jesús lloró”. Los apóstoles se dirigían a Jesús llamándole Rabí, en lugar de Maestro. El Nuevo Testamento atribuye a Jesús exactamente 47 milagros. El Antiguo Testamento no menciona a la ciudad llamada Nazaret. El Nuevo Testamento no dice que Jesús nació en un pesebre, que haya sido adorado en un establo ni que lo crucificaron en el Monte Calvario. En los evangelios Jesús se refiere a sí mismo, 80 veces, como el Hijo del Hombre.
Todo el que se interese en la religión católica, así se trate de un no practicante, debe interesarse por leer La Palabra para enterarse de cosas que jamás escuchará de labios de su padre o confesor.