Serna y su fruta verde*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Una forma de ocultar personajes reales en una novela es darles un tono fársico que suene ficticio, aunque en el fondo la luz de la verdad siempre logre colarse por algún resquicio del que no se había reparado antes. La novela Fruta verde, del escritor mexicano Enrique Serna, cumple ese cometido: enlaza perfectamente dos historias que se desarrollan en la década de los 70 del siglo pasado, cuando un dramaturgo se enfrenta a la grilla del cambio de sexenio y comienza a echarle los perros a un joven apenas llegado a la mayoría de edad, defendido por una madre que se nota sobreprotectora.

En principio, se puede decir que el de Fruta verde es un tema ya anteriormente tratado en la literatura y el cine en sus dos vertientes: por un lado, la del homosexual que acosa a un joven hasta hacerlo caer en sus redes de perversión; por el otro, el de la mujer madura que despierta la pasión sexual en un muchacho que arde en deseos en tener un romance –incluido el acostón en algún hotel— con la que es la madre de su mejor amigo.

Por esta razón, no es raro que a lo largo de la trama de Fruta verde haya referencias al escritor irlandés Óscar Wilde, que enfrentó a la intolerancia victoriana por sus amoríos con el joven hijo de un personaje poderoso de la Inglaterra de fines del siglo XIX, así como a la novela La tía Julia y el escribidor, donde el futuro Premio Nobel de origen peruano, Mario Vargas Llosa, nos da a conocer sus juveniles amoríos con una hembra –su tía política— que casi le dobla la edad.

De cualquier forma, la novela de Enrique Serna tiene lo suyo; en especial, la gran honradez de contar una historia que otro autor menos arriesgado bien podría haber  mantenido olvidada en el más apartado rincón de su memoria, pero en la que aquí al público lector se nos hace partícipes de los encuentros y desencuentros con un maricón ya muy jugado a sus treintaitantos años de edad, al que conoce en una agencia de publicidad a la que ambos entran a trabajar en la época setentera casi al mismo tiempo.

Para aderezar mejor la historia de amor homosexual entre un escritor en ciernes y un dramaturgo ninguneado por los nuevos mandarines de la cultura sexenal, en la época de José López Portillo y su detestable hermana Margarita, el autor de Fruta verde agrega el asedio a Paula por parte del joven Pavel, amigo de su hijo Germán; éste, a su vez, es hostigado sexualmente por Mauro, quien salió de su Tabasco natal en busca de la fama y la fortuna en la capital del país.

Al mismo tiempo, el también autor de telenovelas de Televisa huye de su intolerante padre, que no le perdona que se haya vuelto shoto, como les dicen en lenguaje local a los puñales tabasqueños. El propio autor de la novela nos da pistas que apuntan hacia una autobiografía (el joven es un escritor de cuentos que en la actualidad también ha escrito una novela histórica, etcétera; en tanto, el dramaturgo es un personaje real apenas disfrazado), aunque al final de cuentas eso ya es lo de menos.

El caso es que el propio Germán promete a su amante Mauro –lo fueron durante dos años; después, sólo quedan como amigos— escribir algún día el amor que vivieron en la década de los 70, la que se complementa con la historia del amor fallido entre el jovenzuelo Pavel y doña Paula, esta última una mujer de carácter fuerte, lo que atribuye a su propio origen –y el de sus padres— español. El resultado, pues, es Fruta verde, novela atípica que cuenta sin rubor las puterías en las que incurre alguien que no se considera homosexual.

El joven Germán es como cualquier otro de su edad: un poco inseguro tras perder a su novia Berenice, que lo traiciona con su amigo Leonardo. Con todo, no se puede decir que sea homosexual. La entrada en su vida de un gay, que lo acosa a todas horas en el trabajo, es lo que a la larga lo convierte en un bisexual. De alguna forma, pues, es entendible que su madre Paula lo quiera proteger del hostigador; sobre todo, cuando se entera que Germán fue a dar a una oficina que está plagada de maricones.

Con ironía, Enrique Serna se mofa por tanto joto que hay en la agencia de publicidad a la que llega a trabajar Mauro: “Madre de Dios, en qué jaula de locas había ido a parar”. En otra parte de la trama el autor es más profundo: “Esa gente no respetaba virginidades ni preferencias sexuales, su deleite máximo era asesinar palomas: lo había dicho García Lorca en la Oda a Walt Whitman, cuando fustigó a los maricas pervertidores del mundo entero. Y vaya que Lorca conocía bien a sus compinches”.

De igual forma, la invocación del autor de El retrato de Dorian Gray es inevitable, cuando se menciona el volumen denominado Los procesos de Óscar Wilde, recopilados por Ulyses Petit de Murat. A este respecto, Pedro Lucero, el jefe de los creativos de la oficina –conocido como La chiquis—, dice lo siguiente del escritor irlandés: “Cómo humillaron a esta pobre mujer. Lo increíble es que no haya perdido el humor ante los ataques más viles”.

Así, entre citas de autores, frases y películas del gusto de personajes cultos y refinados (al final de cuentas, se trata de gente que pertenece a la llamada República de las Letras), así como de los boleros (como Fruta verde, del compositor Luis Arcaraz, de cuyo nombre retoma Enrique Serna el titulo para su novela), mambos, cumbias y demás música escuchada en tocadiscos de la época, transcurre una historia que es, al mismo tiempo, tierna, brutal y entrañable.

*Columna publicada el 29 de diciembre de 2016.