POR Bibiano Moreno Montes de Oca
A propósito de la nueva Premio Nobel de Literatura 2015, la bielorusa Svetiana Alexiévich (que viene a ser más periodista que escritora), aprovecharé el viaje para analizar en esta columna de culto la novela de otro compatriota suyo que también recibió el mismo galardón en plena etapa de la llamada guerra fría.
Bien dicen que el tiempo es el mejor juez que puede permitir que lo trascendente se imponga sobre lo mediocre. Así, pasados los años, algunas obras literarias u obras cinematográficas son apreciadas en su justa dimensión, con todos sus defectos y virtudes. Y como suele suceder en estos casos, hay las que pasan la prueba y las que apenas se quedan en el intento.
Una obra a la que se puede catalogar en el segundo apartado es la novela Un día de Iván Denísovich (cuyo nombre se maneja indistintamente así o como Shújov, tal vez su apodo, algo que nunca se aclara), publicada por primera vez hace ya más de medio siglo (en 1963) en la revista literaria Novi Mir y que, en buena medida, le permitió recibir el Premio Nobel de Literatura en 1970 al autor de origen ruso y disidente de la entonces existente Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), Alexander Solzhenitsin.
La novela tiene algunos errores que lo mismo se pueden atribuir a las prisas del autor por redactarla o a su traductor en español, que lo trasladó a nuestro idioma directamente del ruso. Si bien se trata de una narración apegada a un día real en una prisión para hombres acusados por “traición” o por no comulgar con las ideas del gobierno de la URSS, nunca se divide en capítulos: la historia está escrita de corridito, de principio a fin.
Por supuesto, no deja de ser una historia dramática sobre los personajes que le resultan incómodos a un gobierno dictatorial y que hasta llegó a competir en poderío con la otra potencia mundial que es Estados Unidos, pero sorprende la pobreza de recursos literarios de que echa mano el autor, lo que deja en claro que Un día de Iván Denísovich fue sólo un pretexto para otorgarle un galardón al escritor por sus ideas políticas, mas no por la atmósfera y el universo sobre el que giran sus personajes.
Es decir, la citada novela, junto con El Archipiélago Gulag, hizo acreedor a su autor a un Premio Nobel de Literatura por su oposición al régimen soviético, pero no por su auténtico valor literario. Por ello, cuando han pasado muchos años de la publicación de la obra y de la misma desaparición de la URSS que llegó a dividirse el mundo con su rival histórico, es cuando se puede sopesar si un libro vale por sí mismo o si contribuyó la posición política del autor, dos cosas muy distintas.
Si he de ser honesto, creo que el autor fue inflado artificialmente por la propaganda anticomunista de su tiempo, pues realmente no echa mano de los vastos recursos literarios de que tendría que disponer nada menos que todo un aspirante al Premio Nobel de Literatura. Más bien, la novela se queda apenas en una crónica carcelaria sin mayores pretensiones, salvo denunciar el hacinamiento, la explotación y los sufrimientos a que son expuestos unos prisioneros políticos de una dictadura, algo que ya se ha hecho innumerables veces por autores de otros tantos países.
La narración inicia a las 5 de la mañana, cuando son despertados los 500 prisioneros de centro penitenciario ubicado en la helada Siberia, donde el frío es precisamente uno de los peores castigos de los hombres que ahí se encuentran concentrados con penas mínimas de diez años, y con posibilidad de incrementarlas por cualquier pequeña falta. Es, pues, una narración carcelaria con un trasfondo político: describir descarnadamente la forma en que son tratados los disidentes de la URSS.
Como instrumento de propaganda para atacar a la URSS fue inmejorable la obra de Alexander Solzhenitsin, pero sin siquiera tener la grandeza de las novelas en los que sus autores recurrieron a la metáfora para denunciar a los gobiernos represivos, como sería el caso de George Orwell con su pequeña obra maestra Rebelión en la granja: recurre a los animales para atacar al gobierno comunista de Stalin, donde precisamente los amos son encarnados por cerdos.
A falta de las metáforas y de carecer de amplios recursos para crear el universo sórdido de las prisiones, el autor de Un día de Iván Denísovich se limita a mostrarnos lo que vio en una cárcel de Siberia, aunque eso sí, en un día real: suficiente para darse cuenta de la forma en que los carceleros tratan a sus vigilados, pero sin que exista alguna diferencia con otro centro penitenciario de cualquier parte del planeta donde hay injusticias.
Los personajes que desfilan por la novela, todos ellos confinados en la helada Siberia por razones políticas (pero sin que realmente haya sido por oposición al estado de cosas que había en la URSS), sufren por el frío, la mala comida, la falta de abrigo propio del clima, las enfermedades, los robos de otros más desesperados, etcétera. Una fumada a una colilla de cigarro puede ser la diferencia entre el éxtasis y el dolor.
En un diálogo entre dos personajes, con Shújov de testigo, se hace alusión al trabajo del cineasta ruso Sergei Eisenstein, considerado como uno de los grandes del séptimo arte. Uno de ellos lo defiende, pero hay otro que lo acusa de adulador, sobre todo por la cinta Iván el Terrible (que está considerada una obra maestra del cine silente), “por burlarse de la memoria de tres generaciones de intelectuales rusos”.
¿Qué es lo que hace valiosa a la novela Un día de Iván Denísovich? Misterio. Supongo –insisto— que le valió el Premio Nóbel a Alexander Solzhenitsin por meras razones políticas en su momento, pero que al paso del tiempo sólo nos deja una crónica carcelaria que pudo haber ocurrido en cualquier otra parte del mundo, aunque eso sí: con un clima extremadamente frío.
*Columna publicada el 10 de octubre de 2015.