POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Al dictador venezolano Hugo Chávez lo venció el cáncer, pero a su homólogo dominicano Leónidas Trujillo le fue peor: lo asesinaron. Como a todo buen escritor que se precie de serlo, a Mario Vargas Llosa le había hecho falta abordar un tema tan caro a los latinoamericanos: el de las dictaduras. A otros les tocó hacer su tarea hace tiempo: Gabriel García Márquez escribió El otoño del patriarca, a Miguel Ángel Asturias le debemos El señor presidente y a Alejo Carpentier El recurso del método.
El peruano nacionalizado español se sacó la espinita con una magnífica obra que aborda los últimos días de un sanguinario dictador llamado Rafael Leónidas Trujillo Molina, con la novela La fiesta del chivo.
La historia se centra en el temible dictador que reinó la República Dominicana durante 31 años, de 1930 a 1961, cuando cayó de la gracia del playboy John F. Kennedy, a la sazón presidente de Estados Unidos, quien estaba empeñado en detener las revueltas comunistas que habían llevado al poder en Cuba a Fidel Castro, pero paradójicamente tampoco toleraba los excesos de un anticomunista confeso (admiraba a Hitler, aunque no por sus ideas, sino por la forma de vestir y de manejar las masas) como Trujillo.
Con la lectura de la novela de Vargas Llosa nos sumergimos en un mundo que se parece demasiado al nuestro: la dictadura de Trujillo Molina tiene gran similitud con la de don Porfirio Díaz (que duró 30 años, uno menos que la del dominicano) y el mandato de Plutarco Elías Calles y sus presidentes fantoches que lo eran sólo de nombre, pues el verdadero poder era el que ejercía el jefe máximo de la revolución, hasta que se le cruzó en el camino el trompudo Cárdenas.
Pero, al mismo tiempo, hay algunas grandes diferencias. Veamos: con don Porfirio Díaz se vivió una dictadura, pero no tan sangrienta como la de Trujillo. Con el oaxaqueño los opositores iban a dar a la cárcel en México, al Valle Nacional, a las Islas Marías o en San Juan de Ulúa. Realmente, son muy pocos los asesinatos que se le pueden atribuir al viejo dictador mexicano.
En cambio, con Trujillo no sólo las cárceles La Victoria, La Nueve y La Cuarenta estaban atestadas de opositores, sino que también otro buen número de patriotas yacían en la panza de los tiburones o servían de alimento de los gusanos un metro bajo tierra.
Era tan implacable el viejo dictador (murió a los 70 años) que mandó asesinar a uno de sus favoritos (José Almaina) por haberse atrevido a escribir, en el exilio, Un sátrapa en el Caribe, aunque con el seudónimo de Gregorio Bustamante, supuestamente pagado por el gobierno de Guatemala. Después publicó otro libro, ahora sí con su nombre, llamado Yo fui secretario de Trujillo, pero ni eso le valió, pese a que ahí sí lo elogiaba.
La vida del dictador dominicano, de acuerdo con la historia de Vargas Llosa, resulta sumamente interesante. Se hacía llamar –y aquí la referencia nuevamente a los próceres de México— jefe generalísimo, benefactor, padre de la patria nueva y su excelencia, además de doctor.
Su esposa era doña María Martínez, conocida en su juventud como La españolita, a la que se le debía llamar obligadamente como la prestante dama. La madre del dictador, una viejecita de 96 años, era doña Altagracia Julia Molina, la excelsa matrona.
Por su parte, los hijos eran un dechado de “virtudes”: Angelita, casada con un fiero militar llamado Luis José León Estévez (Pechito); Ramfis, el mayor, al que tuvieron que internar en manicomios de Suiza y Francia, y Radhamés, un pobre diablesco que terminó sus días como narcotraficante de poca monta al servicio de los colombianos.
Los nombres de Ramfis y Radhamés a sus hijos varones fueron en honor de la ópera Aída, la que le tocó presenciar al matrimonio Trujillo Martínez en su estancia en la ciudad de Nueva York. La familia, repito, era digan de una novela. La prestante dama se codeaba con los intelectuales de su tiempo, pues era la autora de Meditaciones morales, con prólogo nada menos que de nuestro José Vasconcelos, así como de la obrita de teatro Falsas amistades.
En realidad, el verdadero autor era el gallego José Almaina, quien cayó de la gracia del dictador y fue asesinado. Parecida suerte corrieron las tres hermanas Mirabel. La esposa del dictador era una mujer ambiciosa que ni a sus hijos heredó un centavo de los 7 millones de dólares que alcanzó a sacar antes del bloqueo económico a que sometió a la República Dominicana el gobierno del presidente Kennedy.
Pero así como la familia era digna de una novela, los cercanos colaboradores del dictador Trujillo Molina no se quedaban atrás: se rodeaba de Henry Chirinos (El constitucionalista beodo y La inmundicia viviente), Agustín Cabral (Cerebrito), Joaquín Balaguer (el presidente en turno al momento del asesinato del tirano), Manuel Alfonso, Paíno Pichardo, Arala y el jefe del también temible Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Johnny Abbes García.
De la galería anterior, llama la atención Abbes García: sustituyó en el cargo al general Espaillat (Navajita) por su perruna lealtad y eficaces métodos para torturar, encarcelar y asesinar a los opositores al régimen. Este sujeto estaba casado con una mexicana llamada Lupe (que era fea con ganas), quien había sido secretaria de Vicente Lombardo Toledano.
Cuando llegó la transición democrática a la República Dominicana, Abbes García fue enviado al exilio dorado, pero pagó con la misma moneda a manos de otra dictadura: la de Papa Doc, en Haití. En el SIN se había creado a un grupo denominado caliés, que era el equivalente al de los Tontons Macoutes de la dictadura de Duvalier en Haití, un país que, junto con República Dominicana, comparte la misma isla.
Durante mucho tiempo Haití fue la isla entera, hasta que se dividió en dos países en 1840. Para1937 el dictador enfrentó el problema de la entrada de haitianos a su país, a los que expulsó y asesinó por haberse metido en busca de trabajo. El dictador Trujillo, como muchos otros colegas suyos en el resto del continente de América, concentraba en sus manos la mayor parte de las riquezas del país. A los favoritos los premiaba con costosos regalos y con puestos importantes en el gobierno. Asimismo, era un fanático de la limpieza y la pulcritud, de ahí que admiraba a Petronio, el refinado personaje de la novela de cristianos y romanos llamada Quo Vadis.
Pero el dictador no era tan afecto al dinero: si bien tenía el control de todo, él mismo lo invertía en el país para generar empleos. Los que era unos manirrotos eran los parientes; en especial, su hijo Ramfis, quien se dio el lujo de regalarle un Cadillac último modelo a Kim Novak y un abrigo de visión a Zsa Zsa Gabor, ambas bellas y famosas actrices del Hollywood de la época dorada.
Además, gastaba dinero a manos llenas en putas caras del país y europeas. Claro, para no ser menos, el mismo dictador se gastó entre 25 y 70 millones de dólares en la celebración de la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre de 1955 y que duró todo 1956. Ya en pleno bloqueo económico decretado por Estados Unidos a los excesos del tirano dominicano, Trujillo Molina se jactaba que a él lo verían muerto, pero no prófugo como Batista, fugitivo como Pérez Jiménez ni sentado frente a un tribunal como Rojas Pinilla, dictadores que habían caído en desgracia poco antes.
Decía que tampoco sería otro Juan Domingo Perón, quien le advirtió al dictador dominicano de la intromisión, pero no de los gringos, sino de los curas de la iglesia católica. Y, en efecto, a partir de la lectura de la Carta Pastoral del Episcopado, el 26 de enero de 1960, comenzó el principio del fin de la era trujillista. En una reunión del conspirador Salvador Estrella Sadhalá (El turco) con el nuncio Zanini, el prelado justificó el asesinato de Trujillo, citando una frase de Santo Tomás: “La eliminación física de la Bestia es bien vista por dios si con ella se libera al pueblo”.
Así, tiempo después un puñado de patriotas se echa a cuestas la heroica tarea de acabar con la vida del dictador. Se trata de personajes reales: Juan Tomás Díaz, Antonio de la Maza, Salvador Estrella Sadhalá, Amadito, Fifí Pastoriza, Pedro Livio Cedeño, Antonio Imbert, Huáscar Tejeda y Luis Amiama, quienes con su acción pusieron en peligro no sólo a sus propias vidas, sino las de sus familiares, que fueron perseguidos implacablemente por Abbes García. Pero también es de comentarse la actitud traidora del general conspirador José René Román Fernández (Pupo), quien pagaría muy cara su indecisión con tortura y muerte.
Como si se tratara de una película de Quentin Tarantino, la novela de Vargas Llosa está narrada desde diferentes perspectivas. Dentro de la trama hay un personaje, Urania Cabral, hija del senador y secretario trujillista caído en desgracia Agustín Cabral (Cerebrito), sobre quien también gira la historia de La fiesta del chivo.
Ella tenía un terrible secreto que contar a sus primas, su tía y su sobrinita, con relación al dictador Trujillo, quien no solo llegaba a los extremos de cogerse a las esposas de sus ministros (quienes sólo se hacían pendejos, cuando no hasta se llenaban de orgullo), sino también a disfrutar de la virginidad de las jovencitas dominicanas.
Con todos esos ingredientes, el peruano-español Vargas Llosa escribió una excelente novela que al lector le hará aborrecer aún más las dictaduras, sean del signo que fuere, pues al final de cuentas ya no hay mayor diferencia entre un dictador anticomunista, como Trujillo, y uno comunista, como Fidel Castro o como el “socialista” Hugo Chávez. Y, claro, sin olvidar al vejete macuspano, que va para allá que vuela.