La polémica novela de Dan Brown (II/II)*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

La novela El Código Da Vinci, como se dijo en la entrega anterior, es todo un entramado en el que abundan las claves ocultas, la intriga, el crimen y la actividad de las sociedades secretas fundadas al inicio de la historia y que han permanecido hasta nuestros días. Hoy sigo con el apasionante tema en esta segunda parte de mi columna de culto.

El escritor de la apasionante novela no escatima recursos para dar a conocer información que a algunos les hubiera gustado que nunca se hubiera sabido. Al igual que el italiano Umberto Eco con la novela El péndulo de Foucalt, en El Código Da Vinci el autor lanza a la luz pública teorías que no tienen nada qué ver con la historia oficial que durante dos milenios ha sostenido la Iglesia Católica en el mundo cristiano, so pena de ser acusados de herejes los disidentes.

Ciertamente, según el protagonista Robert Langdon, en el Vaticano existen personas –tal vez el propio Papa en turno— que no serían capaces de hacerle daño a nadie, pero sí existen organizaciones secretas muy afines a la jerarquía del catolicismo –del tipo Opus Deis— que harían cualquier cosa con tal de que nunca se conocieran documentos que sostienen argumentos contrarios a lo que se ha decretado como la historia oficial. Y muchos de esos secretos se encuentran en París, Francia, lugar donde transcurre la mayor parte de la historia armada por un Dan Brown a toda máquina.

A este respecto, es bueno hacer notar que el autor de la novela hace varias referencias a una pirámide que se encuentra en pleno centro de la capital francesa, precisamente a un costado del Museo del Louvre, cuya arquitectura ultra modernista contrasta con los históricos edificios que se hallan por esa zona en la ciudad de París. De hecho, en lo que se denomina La Pyramide es donde se encuentra uno de los mayores secretos de la humanidad, según la tesis del novelista norteamericano.

La ultramoderna pirámide de cristal que se encuentra en París, diseñada por I. M. Pei, un arquitecto norteamericano de origen chino, fue mandada construir durante el gobierno del presidente Francois Mitterrand, que era un fanático de la cultura egipcia (al francés se le conocía como La esfinge, igual que al general Cárdenas en nuestro país) y al que se considera miembro de una sociedad secreta, del mismo modo que personajes universales como el propio Leonardo Da Vinci, Isaac Newton, Boticceli, Jean Cocteu, Víctor Hugo y más.

La razón por la cual casi toda la historia transcurre en Francia no es para nada gratuita. El propio autor hace una tremenda revelación, al señalar que Cristo tuvo descendencia con la mujer a la que se conoce como María Magdalena, la cual, a la altura del siglo V, llegó a instalarse en el país que es la cuna de personajes tan disímbolos como Napoleón, el Marqués de Sade, Voltaire, etcétera. Esa familia, según Dan Brown, se apellida Merovingia. O sea: los merovingios son los que fundaron París, así como Rómulo y Remo lo hicieron con la bella Roma.

(Por cierto, he de decir que María Magdalena ha jugado en la historia un papel muy por debajo de lo que se supone realmente ocurrió. En el cuadro La última cena, creación de Leonardo Da Vinci, aparece ella al lado derecho de Cristo. Se supone que sería la responsable de continuar con la obra iniciada por el Hijo de Dios en la Tierra. Esa era una idea que a San Pedro, quien aparece enfurecido y como queriéndola degollar en la famosa pintura, no le gustaba nadita, pues quedaría en calidad de segundón de una mujer. Al final, como se sabe, se impuso el machismo: el apóstol favorito de Jesús fue el que continuó con la misión cristiana, es decir, prevaleció la tesis oficial lanzada desde el Vaticano).

Como ya lo señalé en la primera entrega, los personajes principales de la novela de Dan Brown son Robert Langdon, el jefe de policía Baze Fache, Sophie, el opusdeísta Silas, Teabing y el Gran Maestre de los Templarios, Jaques Sauniére. Alrededor de esos seis personajes gira toda la historia de El código Da Vinci. La novela arranca con el asesinato del curador del Museo del Louvre, Sauniére, (aparte de otros tres que guardaban un secreto), quien como última acción antes de morir deja la clave de grandes misterios a su nieta Sophie.

Estos dos personajes (Sophie y Jaques) habían roto su relación 10 años atrás, cuando ella era una joven estudiante universitaria. La razón de su rompimiento fue por haber descubierto ella a su abuelo, junto con otros miembros de la sociedad milenaria encargada de preservar los secretos del mundo cristiano, en plena orgía sexual, pero que en realidad no tiene el mismo significado que hoy en día se da a ese tipo de ceremonias. Incapaz de entender lo que había visto con sus propios ojos, la joven Sophie decide no volver a saber nada del anciano, hasta que éste es asesinado y ella comienza a descubrir pistas que tienen que ver con su propia familia, de la que en realidad sabe muy poco.

La ceremonia de la que Sophie había sido testigo era en realidad un culto a la Naturaleza –así, con mayúscula— que no tiene mucho que ver con lo sexual, aunque a simple vista se puede creer otra cosa. Por esa razón me pareció muy interesante la observación que al respecto hace Dan Brown sobre la película Ojos bien cerrados (1999), la última obra maestra del desaparecido cineasta Stanley Kubrick, en la que el personaje que interpreta Tom Cruise se mete a una reunión privada en la que, sin quererlo, le toca presenciar lo que se denomina un Hieros Gamos (y que, por poco, le cuesta la vida).

La observación que hace el autor de El Código Da Vinci sobre ese polémico pasaje de la orgía de la película Ojos bien cerrados es que no se habían reflejado correctamente los pormenores de lo que es la ceremonia secreta, aunque advierte que lo esencial en el filme sí está ahí: “una sociedad secreta en comunión, entregándose a la magia de una unión sexual”.

Hace años, tras ver la última película de Stanley Kubrick, escribí en esta columna de culto que lo más impresionante de toda la historia había sido precisamente la orgía que tenía lugar en una lujosa e inmensa residencia ubicada a orillas de la ciudad de Nueva York, misma a la que se cuela el personaje de Tom Cruise y en la que casi le va como en feria por andar de fisgón y calenturiento.

Por supuesto, mi impresión no fue por el lado erótico de la secuencia (la orgía tiene lugar, en efecto, pero nunca se ve nada de manera explícita, como sí sucede en una película pornográfica), sino por ese aire de misterio que envuelve la trama. A la larga, tras leer la novela de Dan Brown, entendí que se trataba de una sociedad secreta (todos los participantes, hombres y mujeres, portan máscaras de carnaval medieval) que sí existe en realidad, aunque probablemente sin que sea de las que preservan mensaje oculto alguno.

El tema de la novela El código Da Vinci es apasionante, pero lo recomendable es que los interesados en este tipo de temas la lean completa (si bien son 557 páginas, se leen como si fueran 10). La película también es recomendable, donde vemos los conocidos rostros de Tom Hanks y de Jean Reno, el primero como experto en simbología y el segundo como el implacable jefe policiaco de la ciudad de París.

*Columna publicada el 25 de diciembre de 2020.