POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Las alarmas de alerta sonaron a los dos lados de la frontera entre México y Estados Unidos, cuando en julio del 2007 el líder del temible cártel paramilitar de Los Zetas, Miguel Ángel El Cuarenta Treviño Morales, dio la orden de asesinar en un plazo de 24 horas a uno de una lista de tres periodistas incómodos, entre los que se encontraba el corresponsal del periódico norteamericano Dallas Morning News, el mexicano norteamericano Alfredo Corchado.
La historia del suceso está consignada en el libro Medianoche en México, donde el norteamericano nacido en un pueblo del estado de Durango la maneja en forma novelada, aunque no con la fortuna con la que lo haría un escritor consumado. Las limitaciones literarias del corresponsal son evidentes: es un buen periodista, pero lo suyo no es el manejo de los giros novelísticos. No obstante, es de agradecer su visión que da sobre hechos que son de una lacerante actualidad.
Si bien el lanzamiento de esta obra es del 2013, queda claro que lo relatado en el libro Medianoche en México es un doloroso episodio que tuvo lugar en plena era del calderonato, cuando el segundo presidente de origen panista le declaró la guerra al crimen organizado; en especial, a los narcos. Así, sin una estrategia definida, pero con el apoyo a trasmano del gobierno gringo, el país entró en una época digna de película de terror, con las brutales matanzas, los descuartizados, los colgados, los ensabanados, los disueltos en ácido, etcétera.
El motivo del disgusto del líder Zeta fue la publicación de una nota en la que se daba a conocer un acuerdo en el que se involucraban los cárteles y el gobierno federal. El corresponsal del Dallas Morning News evidenció acuerdos secretos entre delincuentes y funcionarios del gobierno que supuestamente les había declarado la guerra. Por supuesto, como en el caso del cohetero, el periodista quedó mal con todos los involucrados, pues siempre fue evidente que el fracaso en la lucha contra el narco se debe a que muchos integrantes de los cuerpos policiacos –y del ejército militar— han sido comprados.
Esta historia novelada se pudo haber escrito en menos páginas –de un total de 312 en letra de 10 puntos—, pero al autor le entraron las ganas de meter como personajes a sus familiares –de aquí y del otro lado— y a sus propios problemas existenciales de ser gringo en algunas ocasiones, así como de ser mexicano en otros. De cualquier forma, el tema central sobre los cárteles, especialmente en la zona fronteriza de los estados de Chihuahua y Tamaulipas con su contraparte norteamericana, es muy de agradecer.
El tema de la sentencia de muerte del cártel de Los Zetas al corresponsal Alfredo Corchado es el motor que impulsa la historia; pero hay otras subtramas dignas de atención. El propio autor concluye que estar sentenciado por un narco que en la actualidad se encuentra preso (mismo al que califica un informante suyo como un cobarde, pues a pesar de ser un temible sujeto que decía que “si no mataba a alguien diariamente, algo estaba haciendo mal”, al sentirse copado por policías y militares se entregó sin dar pelea) no lo libera del todo: está latente la orden de ejecución dictada por El Cuarenta.
Hay otras historias que atrapan en la frontera. El periodista, en su calidad de corresponsal del Dallas Morning News y de algunos otros de Estados Unidos, conoció de cerca el tema de las muertas de Ciudad Juárez, donde se llegaron a contabilizar cientos de asesinadas que aparecían tiradas en las orillas de la ciudad. Sobre este fenómeno surgieron diversas hipótesis: que si era obra de un asesino serial, que si se trataba de víctimas utilizadas en rituales satánicos, que si las utilizaban para traficar con sus órganos, etcétera.
Al respecto, el periodista nos da una explicación sobre el fenómeno de las muertas de Juárez, que generalmente es la más simple: las mujeres asesinadas, por lo general jóvenes, eran víctimas de la propia policía local, que estaba al servicio del crimen organizado. Con el pretexto de que le había sucedido algo a algún familiar o cosa parecida, las subían a las patrullas para llevarlas supuestamente a la casa o al hospital. Sin embargo, a donde las conducían era a las fiestas privadas que se organizaban para tal fin, donde ellas eran violadas tumultuariamente. Al final, por saber demasiado, las asesinaban y las abandonaban.
Años después, en tiempos de Felipe Calderón, Ciudad Juárez volvió a ser escenario de sucesos escalofriantes, cuando cerca de 20 jóvenes fueron asesinados en una fiesta particular, al ser confundidos por los sicarios por unos rivales a los que debían eliminar. Los espeluznantes hechos, que conmovieron al mundo entero por la crueldad empleada, ocurrieron en una colonia popular de la ciudad fronteriza, donde viven muchos trabajadores de las maquiladoras que aún funcionan por ahí.
En Nuevo Laredo, Tamaulipas, los narcos secuestraron al hermano del director del periódico local El Mañana. A cambio de dejarlo en libertad, Los Zetas querían que se volviera su portavoz y que dejara de investigar esos temas. Se aceptó la segunda condición, pero a partir de entonces fue una pesadilla para los periodistas: una representante de los delincuentes supervisaba todo lo que se publicaba –como una especie de censor—, con la advertencia de que lo pagarían si se llegaban a portar mal.
Era lógico que, a la postre, todos desconfiaban de todos. Era un escenario que jamás nadie se llegó a imaginar que ocurriría en la realidad. Los narcos nos dejaron a la medianoche en México.
Sobre la lucha contra el narco, emprendida por Felipe Calderón, un investigador mexicano la definió de manera precisa: “Cuando gritamos: ´¡A la carga´, y nos lanzamos cuesta arriba, me di cuenta de que no íbamos a caballo sino en burro. No digamos armas: no traíamos ni silla. Y cuando volteamos para atrás, toda la caballería iba en distintas direcciones”.
O sea: la lucha contra el narco resultó en vano. Y las secuelas de esa misma lucha siguen a la fecha en el peñato.
*Columna publicada el 15 de noviembre de 2016.