La delirante obra maestra de Orwell sobre los animales*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Una pequeña joya de la literatura universal podría no ser el apropiado para definir a la novela Rebelión en la granja, que el inglés George Orwell escribió en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Creo que más justo sería elevarla a la categoría de obra maestra, junto con 1984, su otra obra más conocida en el mundo entero –sobre la que escribí hace poco—, aun cuando son tan parecidas y, paradójicamente, tan distintas al mismo tiempo.

Si bien 1984 se centra en un Estado totalitario donde todo lo controla un misterioso personaje conocido como el Gran Hermano (los carteles fijados por todas partes, con la figura de ojos atigrados de un personaje de enormes bigotes que lo domina todo desde la posición en la que se encuentra, no pueden ser más explícitos con el lema que tienen impreso: “El Gran Hermano te vigila”), Rebelión en la granja hace otro tanto… pero con animales de protagonistas.

Por esa razón es que algún crítico literario de su tiempo comparó a Rebelión en la granja con Los viajes de Gulliver, que también aborda temas políticos con sus personajes diminutos, si bien es cierto que Orwell va mucho más allá que su colega Jonhattan Swiffe. De hecho, para justificar su decisión de no publicarlo, algún editor argumentó que hubiera sido mejor si la diatriba se hubiera hecho a las dictaduras en general, no expresamente a la estalinista, como se hace en la novela de la que hoy me ocupo.

El propio Orwell, en su prólogo para la novela que permaneció inédito durante más de dos décadas, admite que en su tiempo –durante la guerra y en la pos guerra— resultaba más sencillo para la prensa y los editores de libros atacar tranquilamente a Winston Churchill, el primer ministro de Inglaterra, que a los “aliados” de la Unión Soviética; en especial, al “camarada” Stalin.

Aunque en cuatro editoriales rechazaron la publicación de la novela, por fin hubo un editor que se atrevió a hacerlo ya para terminar la Segunda Guerra Mundial. No pudo haberse dado mayor acierto: sin lugar a dudas y sin regatearle ningún mérito literario, se puede decir que Rebelión en la granja es una obra monumental por el mensaje universal que contiene: todo totalitarismo es malo para la salud de un país, cualquiera que sea su ideología.

Se puede ver muy sencilla la trama, pero no lo es. Eso sí: existe un paralelismo fundamental de la forma de manejarse entre los animales que se rebelan en la Granja Manor, propiedad del señor Jones (representante del “capitalismo explotador”), y el poder que se establece en la conocida entonces como Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), a cuya cabeza llegan, tras la muerte de Lenin, los camaradas Stalin y Trotsky, que en la fábula orwelliana son identificados como los cerdos Napoleón y Snowball, al principio constantemente en disputas por el liderazgo.

A los simpatizantes del comunismo, pero sobre todo del imperio soviético, les causaba urticaria que fueran precisamente los cerdos los que se erigieran con el liderazgo en la Granja Manor, que al triunfo de la causa se convierte en Granja Animal, para finalmente volver a su nombre original, cuando los animales se dan cuenta que su rebelión contra el señor Jones fue inútil y que, entre hombres y cerdos, ya no había forma de distinguir cuál era uno y cuál el otro.

Al principio, como en toda Revolución que se precie de serlo (y la Historia se ha encargado de demostrarlo en repetidas ocasiones), las razones que llevan al triunfo no pueden ser más generosas, reivindicadoras, justicieras y todo cuanto se le ocurra al entusiasta promotor. Así, tras pasar de un régimen de explotación, de privaciones y demás, se pasa a otro de grandes planes, ideas, y propuestas en las que participan todos muy democráticamente.

Casi de inmediato los cerdos asumen el control de la granja. Sin embargo, con un delirante paralelismo con la URSS, las confrontaciones entre los liderazgos de Napoleón y de Snowball llegan al punto en el que uno tiene que ser desterrado por “traición” al movimiento contra el señor Jones. En adelante, aun cuando el cerdo al que se toma por “disidente” haya participado heroicamente en la batalla que a los animales les dio el triunfo sobre los humanos, se crean todo tipo de rumores y falsedades sobre supuestas retorcidas intenciones.

El paralelismo de las disputas entre Stalin y Trotsky en la URSS no puede ser más atinado en la obra de Orwell. Así, igual que sucede entre los bolcheviques que asumieron el control de la ex Rusia zarista, Snowball es borrado de la historia oficial y se convierte en el blanco favorito para culparlo y achacarle todos los males que se dan en el proceso de desarrollo de la granja –con sabotajes incluidos—, que algún tiempo se conoció como República Animal.

Asimismo, todo rasgo de humanismo es borrado rápidamente en la granja al principio, como una forma de reivindicar a los animales. Por tal motivo no resulta extraño que se hayan redactado lo que llaman Los siete mandamientos, mismos en los que se exalta al género animal. Esos mandamientos son los siguientes:

1.Todo lo que camine sobre dos pies es un enemigo. 2. Todo lo que camine sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo. 3. Ningún animal usará ropa. 4. Ningún animal dormirá en una cama. 5. Ningún animal beberá alcohol. 6. Ningún animal matará a otro animal. 7. Todos los animales son iguales.

Con el tiempo, conforme se fue corrompiendo un movimiento que en principio era justiciero, algunos de los mandamientos se fueron modificando, no sin sorpresa para los simples animales a los que sólo les quedaba trabajar y escuchar los importantes logros que se habían obtenido cada trimestre con la producción que había en la granja.

Así, por ejemplo, algunos mandamientos sufrieron ciertas modificaciones, como el 4 y el 5, que quedaron así: “Ningún animal dormirá en cama con sábanas”, en el primer caso, y así en el segundo: “Ningún animal beberá alcohol en exceso”. Al final, cuando el descaro de los cerdos ya resultaba más que evidente frente al resto de sus esclavos animales, el único mandamiento que rifaba era el siguiente, célebre universalmente: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.

No se requería mucho conocimiento para entender que el cerdo Napoleón, quien tenía en Squealer a un intelectual y especie de vocero, no sólo se había erigido en el líder indiscutible del resto de los animales, sino también se había   convertido en el dictador absoluto de lo que había sido –y que volvió a conocerse así— como Granja Manor.

Los cerdos habían comenzado al inicio de la rebelión como iguales al resto de los animales, como los caballos Boxer y Clover, el burro Benjamín, la yegua Mollie, las vacas, los patos, los borregos, etcétera; sin embargo, casi de manera natural comenzó a originarse una especie de casta a la que había que darle un lugar preferente, lo que implicaba que había que cederles el paso cuando otros se cruzaran con ellos en el camino.

Como siempre sucede en este tipo de movimientos, había en esta historia animales que la causa la habían tomado como asunto personal. El caso de Boxer resulta conmovedor: trabajaba más que todos los demás como una forma de hacer sentir que la causa era suya, lo cual no fue impedimento para que al final, viejo y enfermo, lo enviaran al matadero, aun cuando los cerdos aseguraran que había sido llevado a atenderse de sus males a un hospital.

De igual forma, al tratarse de animales, Rebelión en la granja utiliza de manera acertada los clichés que se han hecho acerca de los borregos, a los que pone como muy fáciles de manipular y hasta adiestrados para reventar acaloradas asambleas. Así, cada vez que las cosas se ponían tensas a la hora de debatir sobre algún tema, los borregos irrumpían con consignas bien aprendidas hasta provocar el abrupto final de toda discusión.

Pese a todo, algunos cerdos –como ya lo había sufrido en carne propia el mismo Snowball— también fueron objeto de terribles purgas (es imposible no encontrar un paralelismo con las que fueron organizadas con cierta regularidad por el sanguinario dictador ruso Stalin), lo mismo que las gallinas que se negaban a entregar sus huevos para la venta, así como otros más a los que se les encontraron documentos que los ligaba con los “traidores” al movimiento o con aquellos que “conspiraban”.

Los rumores fuera de la República Animal eran alarmantes para el resto de los propietarios de las granjas vecinas en las que aún no había rebelión de animales contra sus amos. Se decía, por ejemplo, que en la Granja Manor los animales que ahí vivían practicaban el canibalismo, se torturaban unos a otros con herraduras calentadas al rojo vivo y que practicaban ¡el amor libre!

Lo cierto es que los cerdos se encontraban en la cúspide de la pirámide del poder en la República Animal, pues se mudaron a vivir a la casa del señor Jones, dormían en sus camas, usaban su ropa, bebían, fumaban, escuchaban música de un radio, estaban por instalar un teléfono y hasta tenían suscripción con varias revistas y periódicos británicos, como el Dally Mirror.

Al final, los cerdos terminaron por parecerse demasiado a los humanos, es decir, los vicios del capitalismo y del comunismo no tenían mayores diferencias en lo que se refiere a la explotación del hombre por el hombre, que aquí se transformaría en la explotación del animal por el cerdo.

Cualquier parecido con la realidad no es una simple coincidencia: es la más brutal realidad, aunque hay quienes sueñan aún –estúpidamente— con tener algún día su propia rebelión en la granja.

*Columna publicada el 8 de septiembre de 2021.