POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Ahora que dentro de algunas horas vamos a disfrutar en el mundo católico de lo que se denomina Noche buena y mañana de la Navidad, traigo a cuento un hecho ocurrido en estas mismas fechas hace algunos años (creo que fue entre doce o trece años) al autor de esta columna de culto, cuando recibí una amenaza de muerte por la vía telefónica en la propia redacción de Panorama.
En realidad, la amenaza la recibí la víspera de la Noche buena, lo que de alguna manera me la amargó en esa ocasión, pues aunque se trata de una situación que no es descartable en nuestra profesión, no es algo de lo que se tengan muchos deseos de recibir. Una amenaza de muerte no es cualquier cosa, pues significa que uno llega a despertar pasiones sin límites cuando toca algunas fibras muy sensibles, pero al mismo tiempo igualmente intolerantes.
La redacción y oficinas de Panorama se encontraba en esas fechas todavía por la calle Ocampo de esta ciudad. Era por la noche, cuando me dedicaba a la tarea de preparar la edición de nuestro cotidiano del día siguiente. En esos momentos me encontraba solo, pero llegó el formador Juan José Martínez a la redacción por algo. En eso timbró el teléfono que se encontraba en el escritorio de otro reportero, y mi amigo lo contestó. Me dijo que la llamada era para mí, algo que suele ocurrir pocas veces, ya que los que me buscan saben que el número del teléfono que tengo a la mano es otro.
Mi amigo me pasó el teléfono y se fue al área de formación para continuar con su trabajo. Cuando tuve el auricular en la oreja e hice la clásica pregunta de ¿bueno?, una voz grave se escuchó del otro lado de la línea, como un cuchillo que se entierra en la mantequilla:
—Te vas a morir, pedazo de mierda.
No tuve tiempo de siquiera decir alguna palabra, pues de inmediato se cortó la comunicación. Y si bien se trató de apenas una frase corta que no se lleva más de un segundo para lanzar su mensaje de muerte, ese es el tipo de cosas que le hielan a uno la sangre. Sentí como un golpe agudo en el estómago, algo muy diferente a cuando se está bien enamorado de una mujer (conozco muy bien esos sentimientos, y sé que son completamente distintos), y me pareció que un zumbido taladraba mis oídos.
Permanecí como aturdido algunos segundos, aunque pudieron haber sido minutos. Enseguida, con un nudo en el estómago, la sangre que corría más veloz por las venas y el corazón como estrujado, fui con Juan José para preguntarle más sobre el sujeto que me había buscado.
—¿Qué fue lo que te dijo el tipo que me buscaba?
—Nada: sólo que te buscaba a ti.
Nunca le dije nada a Juan José ni a nadie más, mucho menos a alguien de la familia, a fin de no alarmarla. Tampoco se lo dije a don Luis Arvizu Negrete, mi director, aunque otro día —que fue un sábado— acudí con Dominguín Ramírez Rodríguez, a la sazón procurador general de justicia del estado, cuando aún era un sujeto tratable, y no el insociable e irascible que se convirtió poco después, en buena medida por su afición a las bebidas espirituosas y su blandengue carácter.
—¿Suelen cumplir los que hacen amenazas de muerte? —lancé mi pregunta al procurador, tras detallarle lo ocurrido la noche anterior.
La mera verdad, yo esperaba que me diera una respuesta que resultara positiva para mi estado de ánimo. Sin embargo, con una firmeza digna de mejor causa, el procurador me soltó:
—Sí, en efecto, los que hacen amenazas suelen cumplirlas.
No sé en base a qué estadísticas pudiera haber estado atenido Dominguín Ramírez Rodríguez para aseverar eso, pero lo cierto es que conmigo se equivocó. La falló el pronóstico por obvias razones: si hubiera sido cierto no estaría ahora narrándolo por primera vez en público. De cualquier manera, una amenaza de muerte es un duro golpe a cualquier persona, sobre todo a la que ama la vida por sobre todas las cosas.
Para tratar de suavizar un poco las cosas, el procurador me ofreció poner a mi disposición una escolta que me protegiera de algún posible atentado, pero lo rechacé de plano. Mi razonamiento fue que si alguien pretendía hacerme algo, lo haría de todos modos, aun cuando trajera la protección de un montón de judiciales.
En cierta forma, yo siempre he tenido mis sospechas sobre los que me amenazaron de muerte en esa ocasión. Lo digo en plural, pues aunque la amenaza fue de un tipo de voz grave, lo más seguro es que había más participantes en ese juego perverso. Y es que por esas fechas escribí dos o tres veces sobre cierta familia que se caracteriza por tener entre sus integrantes a varios maricas.
Por supuesto, el hecho de que esos tipos fueran maricas no era el origen de mis críticas, sino la afición de esos personajes a vivir pegados de las nóminas oficiales, aun cuando su trabajo y actitud dejara mucho que desear. Creo que la amenaza venía de parte del novio de alguno de esos puñales, pero en todo caso eso es algo inaceptable, pues yo no estaba metido en algún asunto pasional, dado que no soy afecto a la carne de puerco. Como quiera que sea, a esa amenaza de muerte le siguió una serie de llamadas telefónicas ofensivas, amenazantes y obscenas —las que duraron toda una semana—, mismas que buscaban amedrentarme, algo que no pudieron lograr.
Así, pues, recibir una amenaza de muerte hiela la sangre y paraliza el corazón. Es algo que no se lo deseo a nadie, pero en nuestra profesión es algo que nunca puede ser descartado en definitiva. Al final de cuentas, son gajes del oficio.
*Columna publicada el 24 de diciembre de 2005.