El cine es mejor que la vida*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

El anuncio de la cadena Cinépolis dice que, a partir de este viernes 11 de septiembre del año del Señor 2020, finalmente se abrirán en Colima las puertas de las salas que tiene en la Plaza San Fernando de esta capital. El anuncio de apertura sólo se refiere a las salas de la citada plaza, enclavada entre los barrios de Guadalajarita (o Guadalajara junior) y Las Amarillas; no hay referencia alguna a la Plaza Zentralia, donde también se encuentra otra decena de salas cinematográficas. 

De entrada, el anuncio nos llena de entusiasmo, pues con las debidas precauciones recomendadas por las autoridades competentes, las salas de la cadena Cinépolis ofrecerán un entretenimiento fundamental para la gente que ama el cine como una de las bellas artes. Claro, sin contar que se trata de una industria generadora de empleos que a últimas fechas se han perdido a causa de la aterrorizante pandemia y a la ineptitud e ineficacia del gobierno federal (el de la pitera 4T), que no fue capaz de preservarlos con apoyo oportuno a los empresarios, tanto a los chicos, medianos y grandes. 

Además de haber adecuado las butacas para la nueva realidad que se vive en el mundo entero (esto ya lo había dado a conocer la empresa del entretenimiento en sus redes sociales), lo que evitará que se lleguen a dar los contagios, en las salas de Cinépolis de la Plaza San Fernando también se impedirá la entrada a las personas que están consideradas dentro de un grupo vulnerable, es decir, niños menores de 12 años y las de más de 60 años.  

Las medidas restrictivas me parecen adecuadas, aun cuando nos afectan a los que amamos el cine y, sin embargo, estamos impedidos de disfrutar de esa bella arte por ya haber rebasado los 60 años de edad. En todo caso, lo importante es que reinicie esta bendita actividad del entretenimiento que nos hace olvidar, durante dos horas, los problemas que enfrentamos a diario en la vida cotidiana, máxime ahora que padecemos por igual la pandemia y al gobierno más inepto de toda la historia de México. 

Saludo con júbilo la reapertura de los cines en Colima (bueno, por lo menos las salas de Cinépolis en la Plaza San Fernando), pues a casi medio año de encierro obligado por el azote que representa el coronavirus, la entrada a una oscura sala para ver una película que tanto ansiábamos disfrutar –sobre todo si es de terror— significa un agradable desahogo. Ya llegará el tiempo en el que podremos ingresar a los cines los que rebasamos los 60 años de edad para ser partícipes de eso que dijo un crítico de cine y que retomé como subtítulo para el tema de hoy en esta columna de culto: “El cine es mejor que la vida”.  

¡Y vaya que lo es!, al menos en mi caso personal, con un cine que ha estado estrechamente ligado a mi vida desde muy temprana edad. Ignoro de dónde me viene el gusto por el cine (también el de la lectura en cuanto tuve el privilegio de saber leer), pero de lo que estoy bien seguro es que desde que tengo memoria disfruté siempre de las imágenes (en blanco y negro) que debemos al sensacional invento de los franceses hermanos Lumiére. 

Recuerdo que una vez, con cinco o seis años de edad, fui a vivir unos días a un pueblo cercano a Colima. No estoy muy seguro, pero creo que era Buenavista, del municipio de Cuauhtémoc, donde la tía con la que vivía tenía unos parientes. Esos días fueron de pura diversión para mí, pero en una de esas me corté el pie con un vidrio, pues parte de esa inocente felicidad infantil comprendía andar descalzo por las calles. Me curaron mi pie y me lo vendaron. Eso fue por la mañana. Más tarde comenzaron a anunciar por altavoz que habría función de cine por la noche, algo que me hizo gritar de alegría. 

El problema, empero, era que yo tenía una herida en el pie a causa de una cortada con un vidrio. ¿Cómo hacer para ir a la función de cine, en un corral a unas tres o cuatro cuadras de distancia de donde vivíamos? Bueno, me hice el firme propósito de ir, sostenido en un solo pie, mientras pegaba de brinquitos con una sillita que me servía como punto de apoyo. Por supuesto, nada en el mundo me privaría del placer de disfrutar de una función de cine al aire libre, así me fuera cojeando hasta el corral al que ya adornaba una de sus cercas de alambre una blanca sábana que funcionaría como pantalla. 

Así, pues, el cine me interesó desde muy pequeño, de tal suerte que hoy, después de mantener en ayunas durante medio año a la gente que lo ama, la reapertura de Cinépolis es algo que obliga a celebrarlo con pitos y flautas. Los de más de 60 años de edad tenemos, por fortuna, la opción de plataformas como la del bendito Netflix (a amlo no le gusta Netflix, como si el viejo inútil fuera un conocedor), en lo que llega el momento en el que podamos ingresar a una sala de proyección. Al final de cuentas, el cine, el verdadero cine, se disfruta mejor en una sala de cine. 

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Y ahora unas breves bien leves 

*Con relación a la mención que hice del desaparecido Cine Diana, debo hacer una precisión. El cine cerró sus puertas en la década de los 80, cuando los imbéciles catastrofistas de siempre auguraban la muerte de esa expresión de imágenes, pues creían que sería suplido por el video. Por tal razón, solamente algunas de las obras maestras de Darío Argento me tocaron verlas ahí, que son las que comprenden la década de los 70. La cinta Tenebrae, que es de 1982, nunca llegó a proyectarse, aunque durante meses la anunciaron en sus cartelones. Luego vino la crisis y, al fin, el dramático cierre definitivo, tras un intento fallido de darle vida artificial. Todo eso en la ochentera década del siglo pasado. 

*Y a propósito del mismo Cine Diana, un amigo me contó sobre la amarga experiencia que vivió en ese lugar ya hace buen tiempo. Sucede que, estando disfrutando de una película, comenzó a sentir que algo le subía por la pierna, por dentro del pantalón acampanado que portaba. A la altura de la rodilla, cuando lo que subía por la pierna ya no encontró salida, comenzó a arañar con más fuerza. En ese punto es cuando mi amigo pegó el grito y vio que una pinche rata saltó a madres para escapar, luego de que se le cerró el camino. Dice mi amigo: “¿Qué tal que la rata me hubiera llegado a la entrepierna?” La abundancia de ratas se debía a la cercanía del cine al Río Colima, donde los roedores se generaban como a mil por hora. 

*El mismo amigo me habla sobre una variante sobre las verdaderas amistades que se encuentran en la cárcel y en la cama (la cama de enfermo, claro), como ocurre en la novela de Jeffrey Archer que reseñé en mi columna anterior. Dice así: “En la cárcel se conocen los amigos y en las camas de moteles reconoces a tus amigas” (¡órale!).

*Columna publicada el 11 de septiembre de 2020.