POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Cuando amlo no tiene nada que hacer, lo que es las 24 horas del día, presume que traga tlayudas, tamales de chipilín, sopes, garnachas, enchiladas; en fin, puros alimentos cargados de carbohidratos, calorías, grasas, azúcares y un largo etcétera. En otra faceta de la misma historia, el viejo se pone a macanear (un término beisbolístico, un deporte que nunca me ha gustado, pero ahora mucho menos desde que supe que es su favorito), a pesar de que el país se encuentra envuelto en llamas. Y si no juega béisbol o anda engullendo hasta hartarse todo lo que puede, se pone a hablar de sus corcholatas.
Los juegos del tapadismo, que se refiere a los tapados y al arte de ser destapados por el presidente en funciones en el quinto año de su gobierno, así como las corcholatas y la cargada de los búfalos (esta última expresión popularizada gracias al periodista Pepe Alvarado), es parte de la parafernalia del PRI en sus tiempos de mayor esplendor. En una columna anterior sostuve que, por desgracia, todo lo que amlo toca o en lo que interviene lo pudre, pues a pesar de contar en su sangre el ADN priista, la historia se repite para mal, pues si la primera vez se dio como tragedia, ahora no pasa de ser vulgar comedia.
Como se sabe, los tapados eran los precandidatos del PRI a la presidencia de la República, que sólo de un lugar podían salir: del gabinete presidencial o ampliado (a Jorge Díaz Serrano, polémico director de Pemex con Jolopo, se le consideró con tamaños para buscar la silla del águila). El destapador del que sería el bueno, obvio, es el presidente en funciones, luego de una auscultación entre un grupo de influyentes amigos. El término corcholata no tuvo mucha resonancia en la era tricolor, por lo que el senil anciano tabasqueño lo empleó con las suyas porque ni siquiera les tiene respeto o consideración a sus delfines.
Tras el destape del tapado (con el consiguiente reguero de corcholatas tiradas en el suelo y que ya no serán de utilidad para el fin al que fueron requeridas), lo que venía a continuación es la cargada (a la que Pepe Alvarado le agregó: lo de los búfalos) de los buscachambas, de los convenencieros, los oportunistas y, en fin, de todos aquellos que, a voz de cuello, le dicen al favorecido por el dedazo cosas como las siguientes: “Yo siempre estuve contigo”. “Estaba seguro que no había nadie mejor que tú para esta empresa”. “Desde el primer momento supe que tú eras el indicado”. Y así: hasta el infinito y más allá.
Las vulgares corcholatas de amlo (que no tapados, porque el mismo viejón ya se encargó de destaparlos, pero sin que aún sea alguno de ellos el candidato oficial de Morena y aliados, lo que hace el juego de amlo mucho más perverso que en la era de los dinosaurios priistas) son varias, aunque básicamente son tres las más firmes: la mediocre Claudia Cheinbaum Pardo, jefa de Gobierno de la Ciudad de México; Marcelo Ebrard Casubón, canciller desde el arranque del obradorato, así como Adán Augusto el Mayordomo de Drácula López, oscuro tabasqueño sin más brillo que ser paisano de su protector y amigo de Tabasco.
En el libro La sucesión presidencial, de Daniel Cosío Villegas, éste se refiere a la forma en la que don Adolfo Ruiz Cortines destapó a su sucesor y tocayo, Adolfo López Mateos. Si bien con algo de perversidad, en el ánimo de don Adolfo el Viejo (para diferenciarlo del joven) más bien se imponía su sagacidad política. Con mi propio estilo desarrollaré el episodio del destape de Adolfo el Joven, pero en base a lo escrito por el historiador mexicano al que ya he citado aquí varias veces.
Don Adolfo tenía otro gallo, llamado Enrique Rodríguez Cano, quien al morir le heredó la simpatía a López Mateos. Así, en una “consulta” con el presidente del PRI, el general Agustín Olachea, Adolfo el Viejo preguntaba quiénes sonaban como aspirantes a sucederlo. El militar va citando los nombres de los tapados en ese momento, al tiempo que el presidente va comentándolos. El primero en ser mencionado es Ángel Carbajal (secretario de Gobernación, por cierto), del que Ruiz Cortines dice:
—… ése es paisano nuestro, lo queremos mucho. Lo conocemos mucho. No lo vamos a analizar porque lo conocemos mucho.
Viene el nombre de Gilberto Flores Muñoz.
—¡Ay, caray! Gallo de espolón muy duro. Muy amigo, muy trabajador.
Sigue el nombre del médico Ignacio Morones Prieto.
—¡Ah!, honesto como Juárez; como Juárez, austero, como Juárez patriota; ¡como Juárez, sí señor!
A continuación, el nombre de Ernesto Uruchurtu.
—¡Qué buen presidente sería los primeros dieciocho años!
—Y nada más –dijo Olachea.
Sin inmutarse ni perder la compostura, Ruiz Cortines preguntó si no se hablaba de López Mateos.
—Está muy tierno, señor presidente –dijo Olachea.
De todas maneras, el residente encargó a Olachea que investigara si, como se decía, López Mateos era protestante. En tanto, el militar sacó en conclusión que, al escuchar tantos elogios sobre el supuesto juarista Morones Prieto, éste sería el agraciado. Pero en una segunda reunión con Adolfo el Viejo, cuando el general quiso informarle sobre el resultado de las investigaciones que le había pedido sobre López Mateos, don Adolfo lo interrumpió para decirle:
—Ya no siga, general. ¡Ése es!
Vamos a ver de qué manera resuelve amlo el asunto de sus corcholatas. No será, por cierto, con la sabiduría ni la sagacidad de don Adolfo Ruiz Cortines.