POR Luis Fernando Moreno Mayoral
De los 13 libros que he leído de Irving Wallace —en total son 26— en la mayoría el protagonista hace una reflexión acerca de que un hijo sólo puede convertirse en un hombre cuando su padre muere.
Yo tenía, cuando me sumergí en las increíbles historias del escritor estadounidense, apenas 20 años de edad; faltaba todavía mucho para poder siquiera pensar que mi padre moriría algún día y que, por ese sólo hecho, yo me convertiría en hombre.
Pudo haber sido en El séptimo secreto (1985), El Proyecto Paloma (1983), El todopoderoso (1982), La segunda dama (1980), El documento R (1976), Fan club (1974), La palabra (1972), Los siete minutos (1969), El complot (1967), El Premio Nobel (1962), El hombre (1964), La isla de las tres sirenas (1964) o El Informe Chapman (1960) donde lo leí.
No lo sé. A estas alturas, sin embargo, me importa poco.
Hace un año, cuando Bibiano Moreno Montes de Oca partió de este mundo, me convertí, según la teoría de los personajes de Irving Wallace, en un hombre.
Ser hombre es, más que el concepto en sí mismo, tener más responsabilidades; hacerse cargo de la familia y velar por los intereses de todos los seres queridos. El sostén y el pilar de la familia, pues.
¿Es difícil? Claro que lo es.
Mi padre llevaba ese honor a la perfección.
Yo, por el contrario, apenas llevo un año; no sé en qué momento me acostumbraré a resolver mis problemas por mí mismo sin la necesidad de recurrir a quien siempre tuvo el mejor consejo y la sabiduría para guiarme en el camino.
No lo sé y, francamente, no quiero pensar en eso; en lo que sí debo enfocar mis energías es en seguir el legado que me dejó y que estoy cumpliendo al pie de la letra.
Aprendí del mejor.
De los mejores, agregaría: a los 8 ó 10 años de edad acudía a las comidas con los amigos de mi papá en calidad de espectador; no entendía de lo que hablaban, pero sabía que a lo que se dedicaban era algo emocionante.
A los 17 años, sin embargo, me sentaba con ellos en la mesa como uno más del grupo; no sólo observaba y aprendía sino que también opinaba y deliberaba sobre los temas del momento. Mi opinión era escuchada y tomada en cuenta por periodistas que llevaban, en ese momento, más de 20 años en el oficio.
No hay escuela ni títulos que puedan suplir las enseñanzas que tuve cuando nos reuníamos de vez en vez para hablar de periodismo y política.
Y me van a disculpar los nuevos o los que apenas están aprendiendo de este oficio: la mayoría de quienes forjaron en mí al comunicador que soy están muertos. Me quedé para mí todas sus enseñanzas.
Algún día, si así lo decido, transmitiré mi conocimiento a quien se lo merezca.
Seguido sueño con todos ellos: están en un restaurante comiendo, bebiendo, riendo a carcajadas; critican a esos políticos rateros que compraron títulos de abogado en Santo Domingo y que llegaron a ser gobernadores.
—No hay pendejo sin suerte— gritaban todos, tras brindar con sus cubas.
A veces, cuando los sueño, estoy consciente que están muertos; otras veces mi cerebro me juega una pasada y creo que en realidad estamos todos juntos…hasta que despierto y me doy cuenta que ya no los veré nunca más.
A mi papá lo veo todas las noches: platico con él como lo hacía todas las tardes cuando comíamos en la casa mientras mi mamá se sentaba y nos escuchaba atentamente.
Podían pasar horas y jamás nos aburríamos; siempre había temas que tocar.
A un año, a 365 días de su partida, aún lo siento cada que me pongo a escribir: imagino esas pláticas que teníamos y sé perfectamente qué es lo que respondería sobre tal o cual tema que está en boga.
A él ya no le tocó ver el final del sexenio más sangriento de toda la historia de México; tampoco le tocó observar las elecciones recientes en donde muchos políticos, que participaron como candidatos, mintieron descaradamente para alcanzar un cargo de elección popular.
No le tocó ver los dos atentados contra Donald Trump ni el ascenso de Kamala Harris como la abanderada Demócrata a la presidencia de los Estados Unidos.
Sí alcanzó a ver la última temporada de Successión, en donde coincidimos en que los hijos del magnate Roy Logan eran unos inútiles buenos para nada que no estuvieron a la altura de un grande en el mundo empresarial; ellos crecieron con todo y por eso no valoraron lo que les estaban dejando en sus manos.
Lastimosamente no le tocó escuchar el podcast Caso 63, una increíble historia que en principio podría clasificarse como de viajes en el tiempo, pero que, conforme se adentra en la narrativa, resulta algo espeluznante y que se empata con las nuevas teorías de conspiración sobre La Antártida, un lugar donde, de acuerdo a los que conocen del tema, hay un mundo maravilloso y avanzado más allá de los muros de hielo.
Mi padre se fascinaría con el concepto del Proyecto Blue Beam, pero ya no me alcanzaría el espacio para desglosarlo.
Sólo me resta decir: nos vemos después, no sé si sea mañana o en un año o en diez; sé que la vida no es justa y que en cualquier momento puedo irme de este mundo, pero intentaré ser el mejor y jamás olvidar lo que me enseñaste.
Aprendí del mejor, papá.