Historia en plena guerra fría*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Un año después de la llegada de Gorbachov al poder (1986), pero aún a tres de la caída del Muro de Berlín (1989), la novela Una cuestión de honor se ubica en la mejor tradición de la literatura dedicada a exaltar la guerra fría en la que vivía en esos momentos el mundo, cuyo clímax ocurrió durante la crisis de los misiles, cuando la entonces URSS intentaba instalar sus ojivas en la isla de Cuba, apuntando directamente hacia Miami.

Con una maestría que ha sido la constante en toda su obra posterior, el inglés Jeffrey Archer armó una trama de espionaje ubicada en plena guerra fría, pues la misma transcurre durante el mes de junio de 1966, cuando el mundo se encontraba dividido en dos grandes bloques: por un lado, los soviéticos y sus países satélites (principalmente de Europa del Este, pero también en Asia, África y  América Latina); por el otro, los gringos y sus aliados de Occidente.

Uno de los principales aliados de Estados Unidos en Europa lo ha sido siempre Inglaterra, país en el que comienza una historia que involucra a otras naciones europeas, como Suiza, Alemania y Francia, además de la entonces Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, que juega el papel de villano. Sin embargo, visto en retrospectiva, muchos años después del derrumbe de la URSS y su mascarada de potencia mundial, la novela de Jeffrey Archer supera ampliamente la prueba del añejo: para nada se ve como propaganda anticomunista.

En todo caso, la historia reivindica su título, pues se trata de una cuestión de honor para el capitán Adam Scott, cuyo padre tuvo que darse de baja del ejército inglés de una manera poco decorosa, bajo el signo de la sospecha, lo que más adelante se quiere confirmar por la posibilidad de que el coronel Scott haya sido una especie de colaborador de Goering, el criminal de guerra nazi al que habría ayudado a morir envenenado en la prisión, antes de ser enjuiciado por sus actos en un tribunal militar.

La realidad es que el coronel Scott, padre del capitán Adam Scott, sólo había sido amable con el prisionero alemán, aunque todo lo condena por el extraño regalo que le dejó el nazi antes de envenenarse en su celda: un icono propiedad del último zar de Rusia en el que aparecen San Jorge y el dragón, en el que se encuentra oculto un documento que beneficiaría a la URSS del déspota ilustrado Leónidas Ilich Breznev, que se entera precisamente a unos días de que se venza el plazo para poder hacer su reclamo y cambiar el curso de la historia.

El protagonista de esta novela es el capitán Adam Scott, quien recibe de su padre muerto una modesta herencia en metálico, pero con un agregado extra: un documento en el que es autorizado a reclamar el obsequio del alemán Goering, pues en vida el coronel nunca decidió hacerlo, aunque eso le costara el resto de sus días ser visto con desconfianza por su supuesto colaboracionismo con el nazi, lo que a los ojos de sus compañeros militares lo ponía en calidad de traidor.

El padre le advierte a su hijo, en su testamento, que sólo haga uso del posible beneficio del icono si no hay nada ilegal en él; de lo contrario, que mejor se olvide de todo. Por esa razón, el joven capitán (también dado de baja y, por tanto, en calidad de desempleado) viaja a un banco ubicado en  la ciudad de Ginebra, donde se encuentra la imagen de San Jorge y el  dragón, cuyo valor se calcula entre 15 y 20 mil libras esterlinas, a pesar de ser una copia del siglo XIX, cuyo original se remonta varios siglos atrás.

Ahí es cuando detona la acción, pues al tiempo que Adam Scott obtiene del banco  la pintura que legalmente ya es suya, aparece en escena Romanov, un joven oficial del KGB que no tiene empacho en utilizar los métodos más drásticos posibles para lograr sus propósitos, que también viaja a la ciudad suiza para tratar de apropiarse del icono que tiene oculto un documento con valor de 700 millones de dólares en oro. Así, al no llegar a tiempo para llevarse antes la pintura, el soviético  pone en práctica todos sus conocimientos adquiridos en la hoy desaparecida organización de espionaje.

(El documento encontrado en el icono aparece en francés, pero eso es algo perfectamente explicable si se sabe algo de historia: hasta mucho después de la época napoleónica, la mayor parte de los acuerdos internacionales seguían siendo redactados en ese idioma. El tal documento, por cierto, se había escrito en 1867, un siglo antes de iniciar la trama de Una cuestión de honor. Es de hacer notar la reflexión que hace el autor al respecto: los ingleses, que han sostenido dos guerras mundiales con Alemania, prefieren aprender a hablar en francés antes que en alemán).

Por supuesto, los conocimientos adquiridos en el KGB incluye el asesinato de los rivales, pero incluso el de sus propios compañeros, pues aparte de asesinar a la joven alemana Heidi, novia del inglés Adam Scott que lo acompaña a Suiza para reclamar el icono, Romanov mata sin ninguna piedad a su amante Petrova, pues en el camino se entera que es propietario de una fortuna que su abuelo y su padre pusieron a buen resguardo en un banco occidental, sabedores de que en la URSS no se podían disfrutar los placeres destinados a los odiados capitalistas.

La cadena de asesinatos de Romanov se suceden a lo largo de la historia, en su desesperado intento de hacerse del icono, aunque vale la pena resaltar la maestría con la que Jeffrey Archer describe la sesión de tortura a la que es sometido Adam  Scott en la embajada soviética en Francia. Pocas veces se ha manejado con tal minuciosidad la tortura a la que es expuesto un personaje, lo mismo que resulta más que conmovedora la forma en la que éste resiste el descomunal castigo: recitando todos los títulos de la vasta obra de su paisano William Shakespeare.

*Columna publicada el 13 de abril de 2016.