POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Hacia el 1985 del siglo pasado, año en el que salió a la luz el libro de cuentos titulado La expedición, Stephen King ya era un escritor famoso por su temática de terror con obras como Carrie, Christine y El Resplandor, por citar algunas de las que fueron llevadas a la pantalla grande poco después de haber sido publicadas. La edición al español data de 1988, por lo que se puede decir que se trata de cuatro historias muy de la década de los 80, cuando tomó un gran impulso en el cine el género slasher, que derivó del giallo italiano, aunque no siempre con buena fortuna.
Esta introducción es pertinente para este análisis que hago del libro La expedición, pues aquí vienen incluidos algunos de los cuentos más infames que ha escrito el autor, sobre todo si se considera que por los mismos años 80 corresponde el afortunadísimo libro El umbral de la noche, donde vienen auténticas joyas de este género literario tan entrañable. Se puede decir, sin temor a equivocarme, que ambos libros de Stephen King son como el reverso de la moneda entre uno y otro, donde El umbral de la noche es una obra maestra y La expedición resulta ser una basura infumable.
Bueno, el libro se salva al menos por dos de los cuatro cuentos que lo conforman, los que a continuación mencionaré en el orden en el que aparecen. El primero, que es el que le da título al libro, es un relato de ciencia ficción y terror que se ubica en un lejano futuro, cuando ya es posible poder transportarse a lugares muy remotos con un sistema inventado por un tal Carune, cuyas hazañas son contadas por un padre a sus dos hijos menores y a su esposa en lo que la familia espera el turno para ser teletransportados a Marte.
La familia acompaña a su padre que viaja por razones de trabajo, aunque para el resto será como una mudanza temporal a otra ciudad, donde podrán seguir con sus estudios. Así, mientras les toca el turno de ser dormidos placenteramente para viajar teletransportados a su lejano destino (pero que sólo se lleva segundos de ser transportados de uno a otro lado), el padre relata a sus curiosos hijos los pormenores que vivió el tal Carune para poder lograr el éxito con su importante invento, que al principio estuvo plagado de fracasos.
El inventor comenzó a experimentar –lo que es recurrente— con ratones, pero también incluyó hámsteres, cobayas y hasta peces. Al final, el éxito de su experimento se vio coronado cuando descubrió que los conejillos de indias eran teletransportados sin consecuencias cuando iban con el trasero por delante o dormidos, pues al pasar de un lado a otro sus cerebros no sufrían daño alguno. El éxito, pues, fue cuando se pudo hacer la teletransportación con los candidatos dormidos. El experimento había ocurrido muchos años atrás, por lo que en la actualidad no había razones para que los humanos tuvieran algo que temer.
Y es que, a tantos años de que la teletransportación ya era algo de lo más normal, aún había gente que se ponía nerviosa y se arrepentía de viajar mediante ese sistema. Otros, en cambio, como el hijo que escucha el relato de su padre, es presa de la curiosidad, lo que traerá fatales consecuencias. Y aunque el argumento suena convincente, en realidad me pareció una historia fallida.
El cuento corto Superviviente (dos son cuentos largos y el último es casi una novela corta), por el contrario, es todo un suceso del visionario en el género. En una diminuta isla desierta, de apenas 190 pasos de ancho por 267 pasos de largo, un hombre espera estoicamente poder ser rescatado después de zozobrar en el crucero en el que viajaba para eludir el aeropuerto de la ciudad de San Francisco. En realidad, el tipo había viajado hacia el oriente para introducir a su país (Estados Unidos) un cargamento de heroína.
El personaje no es traficante de droga: es un cirujano que recurre a esa actividad como último recurso para hacerse de una buena cantidad de dinero en tiempos en los que no era tan difícil la ilícita actividad. Lo malo es que el barco se hunde y, en un viaje a la deriva en un bote salvavidas, finalmente llega a la mentada isla por el lado del Océano Pacífico. El tío no tiene ni remota idea de dónde se encuentra: sólo espera que lo lleguen a rescatar, aunque los aviones que sobrevuelan por el rumbo no lo alcanzan a detectar.
Para colmo de males, en la isla no hay nada que sea alimenticio. Hay agua en abundancia en varios galones, pero nada comestible. Pescar no se le da; a lo más que llega es a atrapar una gaviota que se come cruda, con el correspondiente asco. Pero en un segundo intento de atrapar otra gaviota, que alcanza a herir de una pedrada, cae desde un montículo y se rompe una pierna. O al menos el golpe es grave, pues la pierna se le hincha como un sapo furioso. Así, con una parte adolorida del cuerpo (que disminuye con el consumo de la heroína) y sin nada a la mano para alimentarse, el cirujano toma una drástica decisión: ¡va consumiendo parte de su propio cuerpo!
Es posible que recurrir a ese recurso extremo no lo haría cualquiera en la misma situación, pero es más verosímil si el superviviente es cirujano de profesión, pues sabe bien dónde cortar y amortiguar el dolor con la droga que tiene a su alcance.
En el cuento Abuela de nueva cuenta Stephen King nos muestra su talento para transmitirnos el miedo que puede provocarle una aparentemente inofensiva vieja mujer (aunque de complexión elefantiásica) a su nieto de once años, que se tiene que quedar solo en la casa para cuidarla, en virtud de que su mamá tiene que ir al hospital a ver a su otro hijo, dos años mayor, que se fracturó una pierna al estar jugando futbol, lo que lo dejará fuera de acción por buen tiempo.
Eso es bueno para el hermano menor, pues el mayor es un ojete que abusa de su fuerza y lo trata como si fuera su enemigo. Pero quedarse a solas con la abuela no es algo que le agrade mucho (nunca le había tocado hacerlo), pues a los seis años, cuando la vio por primera vez, tuvo miedo cuando ella lo quiso abrazar. Ahora ya es más grande, pero el menor tiene la sensación de que hay algo siniestro en la vieja mujer. No le falta razón: es una bruja, aunque parece que sólo él es el que se da cuenta de la clase de bicho que es la abuela.
El último cuento, La balada del proyectil flexible, es un horrible cuento largo, casi novela corta. No es horrible por el contenido, sino por lo infame de la historia. El recurso del escritor como personaje siempre le ha funcionado a Stephen King (el de El Resplandor, el de Mitad oscura, el de Ventana secreta, etcétera), pero en este caso resulta un fiasco espantoso. Si bien el tema de la locura de la que son presas algunos escritores es recurrente para su explotación por parte de los autores, en el caso que nos ocupa resultó fallido.
Un tipo que escribió un exitoso libro un día le acepta un cuento a un editor para ser publicado en una revista. En realidad, eso es cosa del editor, pues en la revista que los publica van a sacar una última edición en diciembre, una fecha inapropiada para publicar una historia en la que un hombre mata a su esposa e hijo. El editor comienza a luchar para que se publique ese cuento, aunque sea en enero, a pesar de que diciembre es el último mes en los que la revista va a publicar cuentos.
En el estira y afloja, con un escritor cada vez más paranoico que le transmite su locura al editor (el tipo cree que en su máquina de escribir –aún no llegaba el turno de las computadoras— vive un duende al que debe alimentar), algunos hechos comienzan a tener similitudes muy parecidas a las que se describen en el cuento, el cual nunca se publica y el original, así como tres copias con las que viajaba en un intento de colocarlo en alguna parte, desaparece en el agua, cuando se estrella en su auto y va a dar al río.
Aparentemente suena chingón el tema, pero al leerlo uno alcanza a detectar que Stephen King le atizó a alguna droga o lo escribió completamente borracho. De otra manera no se explica uno cómo La balada del proyectil flexible resultó ser un tremendo fracaso de un reconocido autor. Como bien se dice: hasta al mejor cocinero se le quema la sopa.
*Columna publicada el 8 de diciembre de 2021.