POR Bibiano Moreno Montes de Oca
La muerte de Albino Luciani, mejor conocido como Juan Pablo I, dio pie a toda una serie de libros, películas, reportajes, programas especiales, etcétera, dada la trascendencia del hecho en sí mismo, pues prevaleció en el imaginario colectivo la idea de que no murió de muerte natural, sino asesinado; más específicamente, envenenado. De por esas fechas (a fines de la década de los 70 e inicios de la de los 80) recuerdo con especial afecto un libro fundamental: En el nombre de Dios, del escritor inglés David Yayop.
La premisa del extenso reportaje del periodista y escritor inglés, experto en el periodismo de investigación, dio como conclusión que el Papa Juan Pablo I fue envenenado, donde estuvieron involucrados miembros de la curia romana, los masones, la mafia siciliana y empresarios ligados fuertemente –mediante negocios financieros— con el Vaticano. En buena medida, En el nombre de Dios inspiró a los escritores que armaron el guión de la cinta El Padrino III (Francis Ford Copola). En respuesta al libro del periodista, el Vaticano publicó su propia versión en otra obra titulada Como ladrón en la noche, frase atribuida a uno de los santos oficiales de la Iglesia Católica.
El caso es que por esas mismas fechas en las que ocurrió la muerte de su santidad Juan Pablo I, vio la luz pública (1979) una novela cuyo título deja muy en claro el tema que aborda: Muerte en el Vaticano, cuyos autores son los franceses Maurice Serral y Max Savigny. Al ser una novela de ficción inspirada en hechos reales, escrita a cuatro manos, uno esperaba más potencial en la historia; sin embargo, no decepciona del todo por la forma en la que es tratada, con una imprevista vuelta de tuerca.
La novela Muerte en el Vaticano inicia con la descripción de un complot para realizar un magnicidio que no ocurría en más de un milenio en la Iglesia Católica: el asesinato de un Papa, que en este caso es Juan Clemente I, cuyo nombre es Luigi Andreani, anteriormente obispo y cardenal de la ciudad italiana de Verona, de donde salta para ocupar brevemente el cetro ocupado originalmente por San Pedro.
No hay mucho por decir en la biografía del sucesor de Paulo VI (es decir, el Juan Clemente I ficticio que es el Juan Pablo I de la vida real), salvo lo de cajón: catedrático de seminaristas ansiosos de aprender e integrarse a la burocracia vaticana y con una cierta tendencia anticomunista, algo de lo más natural en los tiempos por los que comienza a ascender en la jerarquía burocrática eclesiástica, es decir, desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, pasando por las décadas de los 50, los 60 y los 70 del siglo pasado.
Es posible que el atentado contra el Papa Juan Pablo I haya fracasado en la vida real, por lo que en la ficción el complot contra Juan Clemente I corre igual suerte: fracasa, a pesar de estar involucrados (volvemos al libro de David Yayop, que saca similares conclusiones) empresarios ligados al Vaticano, militares con opiniones abiertamente fascistas, así como altos dignatarios de la Iglesia Católica y periodistas ultraderechistas, capaces de inventarle tremendas calumnias al que consideran su enemigo.
Así, al igual que el Juan Pablo I real, que tenía contemplado regresar la Iglesia Católica a sus orígenes, el Juan Clemente I de ficción intenta hacer otro tanto, lo que provoca la ira de los poderosos complotistas que consideran una amenaza para sus negocios con la Iglesia Católica. La solución, pues, es armar un atentado en el cual quitarle la vida de un disparo en la cabeza, aprovechando que está agendada una visita papal a una cárcel italiana. Como es de suponer, la historia toma otro giro, pues finalmente el complot no se logra llevar a cabo, en virtud de que el Papa muere en su alcoba, lo que evita toda la parafernalia del atentado.
La vuelta de tuerca nos obliga a conocer un poco más sobre la vida de Luigi Andreani en sus tiempos de catedrático, cuando era asediado por seminaristas, entre los que destaca Bruno Martelo, que se convierte en su discípulo más querido, si bien entre ellos se dan los encuentros y desencuentros propios del maestro y el alumno. Pero esa estrecha relación, que comienza en los 50, será por la que Bruno Martelo juegue un papel fundamental cuando su tutor llegue por escasos tres meses (Juan Pablo I apenas rebasó un mes en su reinado) a ser la cabeza del Vaticano.
La novela se centra en tres décadas de suma importancia en la relación entre Bruno Martelo y su tutor Luigi Andreani, que asimismo son históricamente de enorme trascendencia en la vida real: 1958, cuando ambos se conocen y sostienen una buena relación, en medio de la polémica entonces existente por culpa del comunismo; 1968, cuando la juventud intenta cambiar el mundo, pese al amargo despertar de la Primavera de Praga, y en 1978, que marca al planeta entero por las sospechas de que la muerte de Juan Pablo I (como la del Juan Clemente I ficticio) fue un vil asesinato de sus enemigos.
A este respecto, es interesante ver la forma en la que la gente, sobre todo la poderosa, veían los cambios en la Iglesia Católica por las medidas visionarias de Juan XXIII, uno de los papas más decentes que ha tenido el Vaticano. Así, un admirador del obispo francés Lefebvre, que tenía una posición medieval, opina lo siguiente:
“Este Papa (se refiere a Juan Clemente I) va a usar para sus propios fines el concilio, que en mala hora inició Juan XXIII. Por eso, el último Papa que yo reconozco como válido, es Pío XII. ¡Los que han venido después, no han sido más que los enterradores de la Iglesia!”
Luego remata su disertación de la siguiente manera: “Juan XXIII fue el aprendiz de brujo que abrió las compuertas de ese torrente infernal que ha sido el concilio. De ahí han nacido las masacres guerrilleras en Colombia, las blasfemias contra la Inmaculada Concepción, el culto a Satán, las misas celebradas por mujeres, los matrimonios religiosos entre homosexuales y todas las demás aberraciones que nos están indicando la inminencia del Apocalipsis”.
En1968, frente a una manifestación de jóvenes parisinos, un Bruno Martelo más maduro y con sus convicciones anticomunistas (sobre todo, anti marxistas) más firmes, dice al que había sido su maestro diez años atrás:
“Como nosotros, ellos también tienen su Dios que se llama Marx. Su cielo que es la sociedad comunista. Su Biblia que es El Capital. Su Mesías, Lenin. Sus beatos, que lo son todos. Sus mártires que son capaces de morir con tanta entereza como morían los nuestros, cuando todavía teníamos mártires. En fin… hasta su Vaticano, Moscú, y sus herejes. Es una verdadera religión. Tan bien organizada como la nuestra. Es por eso que son tan peligrosos. La Iglesia no ha sabido hacerles frente. Les hemos abandonado las banderas que un día fueron nuestras. ¡Debemos recuperarlas! ¡Tenemos más derechos que ellos!”
Las luchas en todo el mundo en ese año del siglo pasado, 1968, se recuerdan por consignas que entonces circulaban febrilmente por todas partes (en tiempos en los que ni en sueños se imaginaba uno las redes sociales), lo mismo en mantas que en carteles, desplegados, pintas clandestinas, etcétera. Algunas de ellas son las siguientes: “Hay que cambiar la vida”. “La imaginación al poder”. “Debe prohibirse prohibir” (una se limitaba a rezar: “Prohibido prohibir”). “La guerra y la injusticia son el resultado de la propiedad”.
En fin: en 1978, cuando ocurre el desenlace de la novela Muerte en el Vaticano, llegamos a la conclusión de que, a veces, las personas más cercanas a nosotros son las que pueden ser la causa de nuestra perdición. La traición generalmente no viene de parte de nuestros enemigos, sino de los que solemos tener más próximos. Esa es, pues, la condición humana.
*Columna publicada el 16 de noviembre de 2018.
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