POR Zuly Villa
No les escribo desde el final de un capítulo, sino desde el comienzo de uno nuevo. Descubrí que el diagnóstico de cáncer no es un punto final; es una invitación inesperada a ver la vida desde una perspectiva diferente. Sí, con retos, pero también con oportunidades para encontrar luz en los rincones más oscuros.
En este viaje, nunca estuve sola. Familias, amigos, desconocidos… todos se convirtieron en parte de mi historia. Algunos me ofrecían consuelo con sus palabras, y otros, con remedios caseros que llegaban de los lugares más insospechados: los pasillos del hospital, las calles, incluso de personas que se acercaban mientras caminaba. “Prueba esto, dicen que funciona”, me decían. La verdad, probé varios, pero siempre con la guía de mi médico, porque en esta lucha no hay lugar para riesgos innecesarios.
Los remedios naturales, aunque parecen inofensivos, tienen sus propias reglas y consecuencias. Lo aprendí de primera mano. Algunos pueden aliviar síntomas o mitigar efectos secundarios del tratamiento, pero otros, lejos de ayudar, pueden ser perjudiciales. ¿Quién podría imaginar que el jengibre afecta la presión arterial, o que la cúrcuma puede diluir la sangre hasta volverla peligrosa? ¿O que los cítricos, como la toronja, interfieren con la quimioterapia?
Entre los remedios que probé, algunos rozaron lo surrealista:
El caldo de zopilote, cuya preparación parece una ceremonia interminable de cinco días.
La víbora de cascabel, que se seca durante semanas hasta volverse un polvo para infusiones.
El erizo marino, tan duro que solo un molino puede desmenuzarlo tras días de secado.
El veneno del escorpión azul, una rareza que tuve que traer de Cuba, donde su venta está regulada.
Y no faltaron las infusiones de hojas de guanábana o nance, endulzadas con miel, ni el curioso preparado de sábila, miel y tequila, un remedio multifacético que sirve tanto para resfriados como para alergias.
Pero detrás de cada remedio, hay un costo. Económico, emocional, físico. No todos pueden afrontarlo. Hay quienes apenas tienen para el transporte al hospital, quienes pasan días sin comer. Y ahí, en medio de su vulnerabilidad, entendí que debía hacer algo más.
Fue así como nació mi propósito de transformar esta experiencia en un movimiento. Desde octubre, he golpeado puertas en el Congreso, llevando una propuesta para que, como en estados como Guerrero y Michoacán, se otorgue un apoyo económico a quienes enfrentan el cáncer de mama y cervicouterino.
Los legisladores me han escuchado, pero el eco de sus palabras se siente distante, como si este tema no calara en su conciencia. Aun así, no me rindo. Cada mirada solidaria, cada gesto de aliento, se ha convertido en un faro en esta travesía.
Si algo me ha enseñado este camino, es que juntos somos más fuertes. No es solo mi lucha, es la de miles. Es la nuestra. Y mientras haya alguien dispuesto a escuchar, seguiré hablando.
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