POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Introducción. Durante mucho tiempo, uno de mis deseos fue el de escribir un cuento que abordara el tema de la Navidad. Fue inútil todo intento durante años, por más esfuerzos que hice por escribir sobre el asunto. Sin embargo, unos dos días antes de la Navidad del 2002, por fin las musas se apiadaron de mí y me concedieron mi deseo. Como un regalo de fin de año a los lectores de Panorama, a continuación publico el cuento que aborda la temática navideña, que espero sea de su agrado, dado que en estos momentos todavía estamos invadidos por el espíritu de la Navidad:
—¡Circulen, circulen…!
Las indicaciones del agente de tránsito resultaban inútiles en ese momento, pues el embotellamiento ya se había dado. Los carros formaban una larga fila. Los rostros de los conductores se mostraban iracundos, ya que en ese atardecer a todos les urgía llegar lo más pronto posible a sus casas, a fin de estar a tiempo para festejar, en familia, la tradición de la Nochebuena, que es el preámbulo de la Navidad.
Antes de que iniciara el embotellamiento, había logrado avanzar en mi auto apenas unos cuantos metros, hasta que ya no me fue posible seguir más. Me quedé parado frente a un puestecito de venta de tacos, los que se veían muy sabrosos. Pero no fue eso lo que llamó mi atención de observador nato, sino un hombre que consumía los tacos junto al expendio, arriba de una ancha banqueta.
El tipo consumía unos tacos que se veían apetitosos, pero no mostraba agrado alguno por consumir lo que parecía un manjar. El individuo comía mecánicamente, como si el sentimiento de placer que da paladear algo sabroso no tuviera ni la más remota relación con lo que hacía en ese momento. A falta de otra cosa por hacer, debido al embotellamiento que me tenía atrapado en esa infernal avenida, seguí observándolo.
Se trataba de un hombre robusto, de regular estatura y de no más de 40 años. Tenía abundante cabellera y una barba descuidada de varias semanas. Usaba lentes, tal vez de miope o de astigmático: la distancia no permitía apreciar bien ese detalle. Se veía solo, como si se tratara del único hombre existente en el mundo, sin pasado ni futuro.
El endemoniado embotellamiento seguía. Lo más seguro era que más adelante hubiera ocurrido un choque o un atropellado. De cualquier forma, dada la ineptitud de los agentes de tránsito por evitar que en casos así se den las largas filas de automóviles que no pueden avanzar por haber sido cerrado el paso en lo que se aclara el asunto, el embotellamiento duraría un buen rato más. Ni habar: continué con mi pasatiempo de observador.
Aquél hombre al que observaba terminó de consumir su alimento. Pagó y volteó a ver el embotellamiento, tal vez a los rostros de algunos conductores. Su mirada denotaba desolación. Era evidente que yo estaba en lo cierto: el hombre debía estar solo en la ciudad, algo que personalmente lamenté, pues se encontraba lejos de sus familiares, sus amigos y todos los seres queridos en una fecha tan especial.
Dio unos pasos y se detuvo en una bardita que se ajustaba a la perfección para sentarse a descansar. Se sentó, volteó para todos lados y luego hundió el rostro en sus manos, una expresión que lo mismo puede ser para ocultar el llanto o para evadirse de la realidad. Estaba claro: el hombre no tenía a nadie en la ciudad e indudablemente pasaría la Navidad solo.
Por fin, después de interminables minutos, la serpiente que semejaba la larga fila de vehículos se comenzó a mover. En cuanto llegué a la primera cuadra, doblé a la derecha y estacioné el auto. Presurosamente regresé al lugar donde se encontraba el hombre, temeroso de ya no encontrarlo. Pero ahí estaba. Me acerqué. Dudé un momento. Al fin, decidí hablarle:
—Disculpe, señor, usted no es de aquí, ¿verdad?
—No, señor: vengo de Tijuana.
El semblante del hombre cambió notablemente, como si el hablar con alguien, aunque fuera un extraño, lo reanimara vivamente. Por lo menos, pensaría, no estaba solo en una ciudad desconocida.
—Perdone si lo interrumpí, pero creí que tal vez necesitara ayuda —dije—. Uno nunca sabe…
—Estoy bien. Gracias.
Al ya no haber más argumentos para seguir una conversación a la que no le veía mucho futuro, hice el intento de retirarme; sin embargo, eso pareció preocuparlo, pues me retuvo por un hombro.
—No se vaya, amigo —dijo—. No tengo a nadie con quién hablar. No se vaya, por favor. Al menos déjeme hablar un poco con usted.
Me senté junto a él y comenzamos a charlar como si fuéramos viejos conocidos. Fue así que me enteré de la terrible tragedia en la que vivía: su esposa y sus dos hijas habían muerto en un accidente automovilístico. Él no iba con ellas esa vez, razón por la que no le había sucedido nada, lo cual ahora lamentaba profundamente.
Su relato me había impresionado demasiado. El hombre hablaba de su tragedia como si estuviera comentando el clima o si se hubiera detenido para darle la hora a un transeúnte que en ese momento lo abordara al pasar. Sin embargo, era claro que el hombre sufría al recordar el pasado; un pasado que lo había convertido en un muerto en vida: no puede haber nada más terrible en la vida que perder para siempre a lo que más se ama, como son una mujer y unos hijos. Sin ambas cosas en la vida —mujer e hijos—, uno está peor que el más miserable de los perros callejeros.
—Yo quería mucho a mi esposa, pero mucho más a mis dos hijas, que en ese tiempo eran pequeñas. Y las perdí, las perdí a todas —comenzó a desesperarse, como si estuviera a punto de ya no soportar más tiempo la pesada carga que llevaba a cuestas.
El inmenso dolor que traía dentro parecía querérsele salir. Su historia personal a otro menos fuerte lo hubiera doblado mucho antes que a él, pero había podido sobrellevar su existencia varios años después de ocurrida la tragedia.
—En ocasiones he pensado en matarme para acabar de una buena vez por todas con mi vida —dijo—, pero la mera verdad no he podido hacerlo. Yo sé que si muero me voy a reunir con mi esposa y mis hijas, y ya no voy a perderlos nunca más, pero no puedo hacerlo. He viajado por todo el país, haciendo de todo, pero para mí la vida ya no tiene sentido.
Yo no soy un creyente, pero siempre espero con mucha alegría la llegada de la Navidad. Primero fue con mis padres; ahora es con mi esposa y mis hijos. Siempre me ha gustado mucho esta fecha, que está cercana a mi propio cumpleaños. No sé si sea por eso, pero siempre asocio la fecha de mi nacimiento con la proximidad de la Navidad. Por supuesto, para mí tampoco es opción el suicidio, pues definitivamente la vida es muy bella, aunque a veces es ruda con uno.
Sin pensarlo más, le dije:
—En estos momentos me dirijo a mi casa: mi familia me espera para celebrar la Nochebuena y más tarde, claro, la Navidad. Acompáñeme a mi casa. No pase solo esta fecha tan hermosa.
—Tengo mi carro más adelante —dijo—. Vamos: yo lo sigo.
Cuando llegamos, esperé a que el hombre terminara de estacionar el auto, se apeara y se dirigiera a la puerta de mi casa. Entramos juntos y le presenté a mi esposa, a mis cuatro hijos y a los amigos que ya estaban ahí reunidos. Le expliqué brevemente a mi mujer la situación y que, por tanto, tendríamos un invitado especial en la cena de Nochebuena. Mi cónyuge, que en alguna otra vida debió haber sido una santa o una mártir, aceptó encantada que se uniera un extraño a nuestra fiesta.
Conforme fueron pasando las horas, por primera vez vi que aquél hombre comenzó a sonreír, un poco tímidamente al principio, para terminar riéndose con las ocurrencias de mis hijos que, era indudable, tal vez le recordaban a los propios que había perdido de manera trágica.
Un hombre es hombre en verdad sólo cuando hace algo realmente valioso por alguien más, quienquiera que sea. En ese momento, yo me sentía satisfecho. Tal vez después, en algún momento de depresión o en un arrebato de desesperación, ese hombre tomaría la fatal resolución de quitarse la vida; pero en ese momento, en ese preciso momento en el que se daba la transición de la Nochebuena a la Navidad en un ambiente tan cálido y agradable, yo había podido ser capaz de darle un poco de felicidad, había colocado una pequeñita luz entre las tinieblas en las que se encontraba prisionero desde que había perdido para siempre a lo que más quería en la vida.
*Columna publicada el 3 de diciembre de 2002.
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