Un sabio en la UNAM*

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

No diario los ojos de cualquier chango están bajo las sabias manos de un experto cirujano oftalmólogo que, años más tarde, se convertiría en rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); pero en mi caso así fue. En efecto, el nuevo jefe –dentro de algunos días más— de la universidad más importante del país, Enrique Luis Graue Wiechers, es el responsable de que mi vista volviera a normalizarse después de padecer una miopía que casi me tenía ciego.

Supe del oftalmólogo Graue Wiechers, de ascendencia alemana pero mexicano y con un español impecable, gracias al empresario Arturo Velasco Villa, que un día me contó que había sido operado de la vista. Lo de él estaba aún más complicado, pero por lo menos pudo prescindir de los lentes de contacto por el resto de su vida, aunque desde el principio tuvo que utilizar los anteojos convencionales, aunque sólo por la noche.

De manera, pues, que si Arturo Velasco representaba un problema mucho más serio que el mío –lo que ya era mucho decir— y, sin embargo, prácticamente había quedado curado, salvo por el uso de lentes por la noche, mi caso bien podría ser tratado por la misma mano experta. Pues bien, gracias a la recomendación que me hizo El capo, pude contactar por teléfono al consultorio del doctor Graue Wiechers en la capital del país, por cierto en una de las mejores zonas, sobre la avenida Las Palmas.

Narrar esta experiencia siempre fue mi intención; de hecho, pensaba enviarla a la revista Contenido, dirigida por Armando Ayala, en la que el periodista invitaba a que los lectores plasmaran en esas páginas lo que consideraran su mayor experiencia vivida. La verdad es que para mí sí fue una gran experiencia; sin embargo, por diversas razones, se fue postergando el proyecto que acaricié desde que mi vista volvió a ser normal al cien por ciento. Bueno, hoy que el que me devolvió la vista es el nuevo rector de la UNAM, retomo lo que fue una inolvidable experiencia.

No es oportunismo el mío: desde que pensé en escribir mi texto mi intención era la de hacerle un sentido reconocimiento al oftalmólogo Graue Wiechers, que es lo más cerca que debe ser lo que llamamos un hombre sabio. El que 23 años más tarde se convertiría en el rector de la UNAM siempre tendrá mi eterno agradecimiento. Hoy escribo estas líneas llenas de gratitud para un sabio en toda la extensión de la palabra; ante todo, por su humanismo, su humildad, su ética y su decencia.

En un viaje que hice a su consultorio, como a fines de 1991, luego de revisarme, me dijo que no había mayores problemas: podía operarme el día que fijara (lo hacía dos veces por semana, pero a mí se me acomodaba muy bien el día martes) en un hospital no muy lejos del centro histórico del DF. El costo de la operación no era tan alto, considerando que en ese tiempo no eran muy comunes; por tanto, en febrero del siguiente año le pusimos fecha a la intervención de mis deteriorados ojos (leer con mala luz había sido mi perdición).

Durante una extensa charla con el oftalmólogo, luego de una minuciosa revisión de mis ojos con sus aparatos, me confió:

—Tu problema de miopía ya se detuvo. Si no te quieres operar está bien: el problema ya no te va avanzar más. Hasta ahí llegó.

—Sí, doctor –dije—, pero lo que yo quiero es corregir el problema que tengo. Que se me haya detenido no significa nada: mi miopía me abruma por ser la vista uno de los dones más preciados que tenemos.

—Pues entonces vamos a darle chicharrón –dijo Graue Wiechers en tono festivo.

Dos semanas después asistí a la clínica donde sería operado. Al principio no podía encontrar el consultorio del oftalmólogo, pues la planta baja estaba repleta de consultorios que atendían a cientos de personas de bajos recursos. Había gente con todo tipo de problemas de la vista. A un anciano lo observé con unos enormes lentes, tal vez cinco veces más grandes del tamaño que se considere normal. De alguna manera, pues, aquello parecía un tianguis.

Me acompañaba mi madre a la operación, pues durante varias horas quedaría en calidad de invidente, por lo que la autora de mis días me resultaría de gran ayuda en la breve convalecencia. Fue en el segundo piso cuando, de casualidad, me percaté que ahí estaba el consultorio que buscaba. Me identifiqué ante una enfermera mucho más guapa que las que había visto antes en la planta baja, y nos pasaron a una habitación en la que esperamos un rato.

Poco después se presentó el doctor y nos saludó con mucha familiaridad. Me dijo que en un rato más pasaría a la sala de operaciones. Más adelante, en efecto, me llevaron en una camilla, ya sin lentes –sólo veía el techo muy borroso, mientras avanzábamos—, y nos introdujimos al elevador, pues las operaciones se practicaban en el último piso (creo que era un edificio de unos seis niveles). En ese lugar me anestesiaron los ojos, pero quedé completamente consciente.

Cuando me tocó el turno (el doctor Graue Wiechers aprovechaba para operar a varios pacientes en el mismo día), se presentó el oftalmólogo. Me preguntó cómo me sentía. Le dije que estaba perfecto para ser operado. De nuevo, con su grave y profunda voz, expresó cordialmente:

—Bueno, pues vamos a darle chicharrón.

La operación fue intensa: sentía el dolor al sentir pasar el bisturí por mis ojos constantemente, con cortes semejantes a los de los rayos de las bicicletas. Pero ahí estaba la clave para que la intervención fuera exitosa. Así, terminado todo, me enviaron de regreso a mi habitación a descansar un rato. Poco después pagó mi madre el servicio y nos fuimos al hotel, por la avenida Izazaga. Al siguiente día tenía cita de nuevo con el doctor Graue Wiechers.

Salí con los ojos vendados del brazo de mi madre y caminamos las dos cuadras que separaban la clínica del hotel. Antes de entrar al hotel mi mamá me llevó a una pequeña iglesia que está casi afuera, donde sentí que casi estaba en penumbras por la escasa luz que percibía. La mayor parte del día (apenas eran como las 13 horas) me dediqué a escuchar atentamente todos los ruidos. Incluso, le dije a mi madre que se fuera a comer y me dejara en la recepción, donde se escuchaba una televisión.

Mucho más tarde –se me hizo una eternidad—, por fin regresó mi madre de comer. Le dije que me llevara a la habitación, donde me pasé el resto del día. Por la noche, como me lo había recomendado el doctor, le dije a mi mamá que me ayudara a quitarme las vendas de los ojos de cara a la pared, a fin de que ninguna luz me pegara directamente al rostro. En cuanto quedó libre el primer ojo, de inmediato comenzaron a salir las lágrimas. Después siguió el otro ojo, con similar resultado. Pero de una cosa estaba seguro: mi vista presentaba gran mejoría.

Me acerqué fascinado a la ventana a observar las llamativas luces de neón de la ciudad que llegaban hasta el infinito. Me lastimaba un poco la luz, pero era mayor mi placer por comenzar a ver más claro todo, aun cuando en forma un tanto distorsionada. Por supuesto, los ojos apenas se estaban acostumbrando a una nueva realidad.  Así, con enorme felicidad, más tarde me pude dormir con la TV funcionando, mientras las imágenes bailoteaban.

Al otro día, al despertar, sentí pánico: la vista la tenía muy borrosa, aunque ya podía distinguir todo, lo que antes sólo eran como sombras. Al salir a tomar un taxi y llegar al consultorio, mi vista tendía a estabilizarse, aunque no del todo. El doctor Graue Wiechers me dijo que estaba respondiendo muy bien, pero que un diagnóstico más exacto sobre el resultado me lo podría dar hasta dos semanas después. De manera, pues, que vuelta a casa y a esperar dos semanas para regresar al DF.

En se lapso, es de destacar, mi vista comenzó a tener avances notables, de tal suerte que cuando volví al consultorio del doctor Graue Wiechers, éste se sintió muy satisfecho de haberme corregido la miopía en un cien por ciento. (El mío era su primer caso). Por lo general, llegaba gente con el problema muy avanzado, pero tras la operación lograban adquirir entre un 90 u 80 por ciento de su visión, lo que en términos generales era mucha ganancia. No fue ese mi caso: yo quedé cien por ciento normal.

Hubiera querido seguir en contacto con el doctor Graue Wiechers, pero no me fue posible, tal vez porque vivimos en ciudades distintas y lejanas, pero por lo menos le envié a varios pacientes que, maravillados de ver los resultados, me pidieron que los recomendara. Así lo hice, pues esa es la mejor manera de reconocer la capacidad de un profesionista que, vueltas que da la vida, llegaría a resultar electo como rector de la UNAM.

Nunca el consejo universitario de la UNAM tomó mejor decisión. ¡Mucho éxito, doctor Enrique Luis Graue Wiechers!

*Columna publicada el 10 de noviembre de 2015.