POR Jorge Octavio González
Lo sucedido en Taxco, Guerrero, es un síntoma de la enfermedad que padece todo el país: la impunidad, la indolencia de las autoridades y la complacencia y el permiso del gobierno a los grupos criminales para que hagan lo que se les pegue la gana.
Apenas se habían destituido a los secretarios de Seguridad Pública y General de Gobierno por el asesinato del joven normalista Yanqui Kothán Gómez Peralta, una decisión que la propia gobernadora Evelyn Salgado tomó para calmar los ánimos, cuando ahora se le vino el secuestro y asesinato de una niña de 8 años y el linchamiento de sus captores y asesinos a plena luz del día y con las autoridades como testigos de la masacre.
La gente de Taxco, como la de cientos de regiones de todo México, tiene toda la razón en sentir rabia y querer hacer justicia por su propia mano.
La gente de Taxco, como la gente de Culiacán, como la de Zacatecas, como la de Michoacán, quisieran tener de frente a sus verdugos para darles una paliza que los deje imposibilitados de continuar con su actividad criminal.
Pero no se puede permitir que suceda lo de hace unos días en Taxco, en donde una turba de ciudadanos, hastiados del cobarde asesinato de la niña Camila de 8 años de edad, golpearon hasta la muerte a la mujer que se llevó a la menor, así como a uno de sus hijos y a otro que quedó gravemente herido.
Las imágenes que circularon por las redes sociales, donde se ve que la gente golpea con odio y rabia a la mujer, desnuda de la cintura para arriba, son impresionantes; el problema es que muchos aplaudieron esa acción del pueblo bueno y sabio de Taxco.
Y no: no es justicia tomar la vida de otras personas, por más miserables que éstas sean.
Si bien la señora y sus hijos incurrieron en un monstruoso delito, como secuestrar y asesinar a una niña de ochos años de edad, los delincuentes fueron identificados y las autoridades los detuvieron para hacerles pagar por sus delitos.
Un caso, ciertamente, que no tiene ese final en todos delitos que se cometen todos los días a lo largo y ancho del país.
Pero la gente no quería sólo eso; la turba quería sangre, quería descargar toda su furia y odio. No los querían ver encarcelados por el resto de sus días; querían verlos sufrir y que su vida se fuera apagando con cada golpe, con cada patada, con cada insulto y maldición que les daban.
¿En qué país nos convertiremos cuando ya no sea suficiente detener a los criminales y encerrarlos de por vida?
¿Qué país será México cuando un delincuente, en lugar de ser sometido a la justicia para que pague por sus crímenes, también sea golpeado, vejado, escupido y masacrado en un circo romano transmitido en vivo a través de las redes sociales, para que después la turba regrese a sus casas sin ninguna consecuencia, preparen la comida y se vayan a dormir?
Lo sucedido en Taxco, Guerrero, quiso imitarse en Tijuana, Baja California: dos sujetos, que fueron señalados de cometer diversos asaltos, fueron golpeados por un grupo de taxistas; en este caso la policía llegó a tiempo y no pasó a mayores.
Los presuntos delincuentes, sin embargo, se llevaron una paliza.
Así como en Taxco, la gente quiso tomar la justicia por su propia mano en Tijuana; después será otra entidad, en otra región, pero siempre estará latente, en este México que se está cayendo a pedazos, el deseo y la obsesión por hacer lo que la autoridad se niega a hacer.
Taxco es una llamada de atención; Tijuana estuvo a punto de salirse de control.
Cuando esto se expanda, no habrá vuelta atrás.