por Bibiano Moreno Montes de Oca
Cuando uno se adentra en terrenos literarios ajenos a la cultura occidental a la que pertenecemos los latinoamericanos, generalmente la primera impresión que se tiene es la de enfrentarse a un mundo totalmente diferente al que hemos conocido. Sin embargo, si hay un país oriental en el planeta que está más occidentalizado que cualquier otro –y, por tanto, más cercano a nuestros intereses–, ese es precisamente el de Japón, cuya capital es Tokio.
Así, uno espera encontrarse con un catálogo de costumbres orientales de un autor como Haruki Murakami, pero para nuestra sorpresa resulta que la novela Tokio blues, cuyo nombre original (Norwegian wood) está retomado de una canción del cuarteto inglés Los Beatles, profundiza en la personalidad psicológica de los protagonistas de la historia, que en realidad no es tan diferente a una occidental.
El personaje central de la novela es Toru Watanabe, un joven de 19 años de edad a fines de la década de los 60, al que alguien compara con el del gringo D. Sallinger en su célebre obra El guardián entre el centeno. No es casual la comparación: a lo largo de la historia, Haruki Murakami lo único que hace es evidenciar la fuerte influencia que sobre él ejercieron la música y la literatura occidental; por lo tanto, Tokio blues bien pudo haber sido escrita por cualquier escritor del mundo occidental, no por un japonés.
Lo anterior no quiere decir que Tokio blues no valga la pena por su historia y sus personajes; al contrario, como ya lo señalé, los protagonistas están muy bien delineados y su autor se va hasta lo más profundo para sacar a flote sus problemas existenciales, pero con la capital nipona como telón de fondo, en lugar de alguna de nuestras urbes tradicionales, como Nueva York, París, Londres, Roma o Madrid.
Al respecto, cuando digo que el escenario pudo haber sido cualquier otra ciudad occidental para el desarrollo de la historia del japonés Haruki Murakami, es porque se trata de un joven que estudia en una universidad, conoce a una compañera de clases y establece una relación con ella. Ese joven acaba de pasar por el traumático episodio de saber del suicidio de un amigo entrañable, aunque peor la pasa la que fuera novia de éste, Naoko. Se trata, pues, de temas universales.
Si a lo anterior agregamos que el autor no deja pasar la oportunidad para manifestar la influencia occidental que tiene de la música y los escritores occidentales (hay una referencia al Premio Nobel de Japón sólo por no dejar), la conclusión –insisto— es obvia: Haruki Murakami aborda temas que no son exclusivos de determinada región del mundo. Sin embargo, algo que ya resulta más característico en Tokio blues son sus personajes.
Una de las capitales del mundo con el mayor porcentaje de suicidios es la de Japón. Y en la historia de Tokio blues ocurren los suicidios de dos personajes que están íntimamente ligados al protagonista. Así, el desarrollo y desenlace de la trama, si bien universal, tiene características que sólo podrían suceder en esa metrópoli asiática. Es entonces cuando nos sentimos identificados con el comportamiento de algunos de esos personajes, aun cuando nos separa de ellos un océano de distancia.
Es interesante la historia que se narra en Tokio blues: aunque inicia en 1987 (fecha de la primera edición de la novela), en realidad se centra entre los años de 1969 y de 1970, una época difícil para los jóvenes de casi todo el mundo, incluido México. De esta manera, igual que sucedió en muchos lugares del orbe, en las universidades de Tokio también se dieron los enfrentamientos entre las autoridades policíacas y los estudiantes que buscaban echar abajo el autoritarismo reinante.
Lo curioso del asunto, empero, es que en Tokio existían muchos líderes estudiantiles corruptos, al grado de traicionar el movimiento y regresar a clases como si nada hubiera ocurrido. Ni en México, tan proclive a la corrupción, los líderes estudiantiles del movimiento de 1968 fueron comprados por el represivo gobierno de Díaz Ordaz, salvo pocas y vergonzosas excepciones. Pero, atención, la novela no incursiona en ese terreno, sino que más bien sirve para contextualizar la historia del estudiante Toru Watanabe y su relación con otros personajes; entre ellos, la excéntrica Midori.
Otra cosa curiosa es que el autor prescinde por completo de referencias a la cultura de su país: no habla de ningún libro, obra teatral o película de Japón, siendo que, al menos por lo que se refiere al cine, tienen a un buen exponente en el director Akira Kurosawa. Lo malo del asunto, por cierto, es que el cineasta nipón adquirió fama y prestigio precisamente al adaptar a su cultura obras de Shakespeare, es decir, de un occidental.
Por lo visto, en Tokio blues no hubo nada local que influyera para que Haruki Murakami lo mencionara en su obra. Por eso digo que hay en esta novela una fuerte influencia occidental. Pero eso –reitero una vez más— no demerita en absoluto una historia altamente recomendable por lo accesible de su lectura, si bien la traducción corrió a cargo de un madrileño y, por tanto, con frecuencia los personajes nipones se ven hablando como si fueran de Madrid. ¡Joder!
Para los que se interesen en la obra de Haruki Murakami, a quien se tiene considerado como autor de culto japonés, diré que también ha publicado títulos como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (un ladrillo de casi mil páginas), Sputnik, mi amor (de nuevo la influencia occidental), Al sur de la frontera, al oeste del sol, Kafka en la orilla, así como su propia versión del 1984 que se inspira en la del gran George Orwell.