Trilogía en seis partes sobre últimos días de Cristo (II de VI)

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Sigo con el análisis del primer libro de la apasionante e intrigante historia contada por un testigo presencial de los últimos días de la vida de Cristo en los históricos lugares donde sucedió todo. Esta parte corresponde a la primera novela de la saga Caballo de Troya, del autor español J.J. Benítez. He de insistir que la trilogía de novelas aquí analizada es la que realmente vale la pena, pues se extiende hasta los ocho volúmenes. 

Caballo de Troya / J.J. Benítez (II) 

Pero antes de llegar a ese episodio, habrá que hacer notar lo que Jason ve sobre la personalidad de Jesús. En una de las charlas sostenidas entre el supuesto comerciante griego y el nazareno, hay un diálogo entre ambos que me permito transcribir a continuación: 

“—Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan elemental como la de depositar un mensaje para toda la humanidad, ¿no crees que ´tu iglesia´ está de más? 

–¿Mi iglesia? –preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión, había comprendido perfectamente—. Yo no he tenido, ni tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como tú pareces entenderla. 

Aquella respuesta me dejó estupefacto. 

–Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser extendida hasta los confines de la tierra… 

–Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a la voluntad del poder o de las leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos ni que dispare dos arcos. Y no es posible que un criado sirva a dos señores. Si no, él honrará a uno y ofenderá al otro. Nadie que beba un vino viejo desea al momento beber un vino nuevo. No se vierte vino nuevo en otros viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para que no se estropee. Ni se cose un remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un rasgón. De la misma forma te digo: mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo transmitan; no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo cobijen. 

–Tú sabes que no será así. 

–¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi voluntad! 

–¿Y cuál es tu voluntad? 

–Que los hombres se amen como yo los he amado. Eso es todo. 

–Tienes razón –insinué—, para eso no hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni jefaturas… Sin embargo, muchos de los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una pregunta… 

–Adelante –me animó el Galileo. 

–¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la iglesia? 

El rabí suspiró. 

–¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu corazón? 

Una confusión extrema me bloqueó la garganta. Y Jesús lo percibió. 

–Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano Jason, mucho antes de que el hombre fuera capaz de erguirse sobre sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la sabiduría en la Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa iglesia? 

–Muchos hombres de mi mundo –le repliqué— consideran a esa iglesia como santa. 

–Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que améis. 

–Entonces –y te ruego que me perdones por lo que voy a decirte— esa iglesia está de sobra. 

–Mi amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio corazón. Un solo mandamiento os he dado y tú sabes cuál es… El día que mis discípulos hagan saber a toda la humanidad que el Padre existe, su misión habrá concluido. 

–Es curioso: ese Padre parece no tener vida. 

El gigante me miró complacido. 

–En verdad te digo que Él sabe que terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero yo he venido a abrirle los ojos. Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el Amor…” 

Desconozco si alguno de los evangelistas escribió algo parecido, pero me pareció que ese diálogo entre los dos personajes es muy significativo. Ahora prosigo con el testimonio del mayor, identificado también como Jason. 

Un punto muy importante por aclarar es el de Judas Iscariote. En otros testimonios más recientes se le ha reivindicado (yo analicé tres novelas en las que se le hace justicia: El apóstol número 13La revelación y Su nombre fue Judas), pero en Caballo de Troya (1984) no tanto, aunque sí se reconoce que él sólo buscaba que se le diera un castigo a Jesús, nunca asesinarlo en la cruz. Es más: como en los otros testimonios que hay, el dinero de la recompensa dada por los miembros del Sanedrín ni siquiera le interesó mucho. 

(Por cierto, es de hacer notar que Judas Iscariote está muy lejos de ser el peor ser sobre la tierra, por el gravísimo pecado de haber traicionado a Jesús, que no lo es tanto sólo por haber dudado de que realmente fuera Hijo de Dios. En el último de los casos, Judas al menos se arrepintió de lo que hizo y se ahorcó en la rama de una higuera. Otros, en cambio –principalmente los políticos—, traicionan con el mayor de los cinismos y ni siquiera se inmutan por sus despreciables actos. Esos son los que sí merecen el castigo que corresponde a todos los traidores en el noveno círculo del Infierno). 

El plan de acusar a Jesús dio resultado para los miembros del Sanedrín, pero hacía falta algo muy importante: que autorizara la ejecución el gobernador romano, Poncio Pilato, para que pudiera llevarse a cabo. Así, con sobornos y con una perversidad digna de mejor causa, los seduceos (el ala dura en la que también participaban los fariseos) hicieron todo lo posible para que se castigara al nazareno, junto con otros dos acusados de “terroristas”: Dimas y Gestas. 

A Poncio Pilato no lo describen como un sujeto medroso que no quiso echarse la responsabilidad de salvar o castigar a Jesús, pero sí como un tipo excéntrico, gordo y chaparro, con un diente de oro y que usaba peluquín. El tipo, en suma, no quería mandar crucificar al nazareno, pero la insistencia perversa de los miembros del Sanedrín, como Herodes Antipas (este era hijo del otro cabrón de Herodes el Grande, que mandó asesinar a los niños cuando supo del nacimiento del rabí), Anás y Caifás, lo obligaron a tomar la decisión. O sea: el tipo tiene su parte de culpa, pero mucho más es de esos tres judíos de mierda. 

La descripción que hace el mayor del juicio a Jesús, que incluye una entrevista privada en la que uno de los discípulos le dice a Poncio que el nazareno sí pagaba sus impuestos a Roma, así como el brutal castigo y el viacrucis por un camino alterno (no el que oficialmente se conoce en la actualidad), donde finalmente es clavado en la cruz (lo que causó destrozos en los dos pies y las dos manos), es francamente terrorífica. El mayor lo presenció y lo vivió, de manera que la meticulosidad con la que describe todo es traumatizante. 

No haré mención a todas las arbitrariedades, vejaciones y humillaciones de que fue objeto Jesús –según el testigo presencial del hecho—, pero he de señalar que lo sometieron a un despiadado castigo a base de latigazos, garrotazos y pisotones con sandalias en cuyas suelas había incrustados clavos que formaban una s, los cuales se clavetearon por diferentes partes de su cuerpo. Más que castigo, fue una terrible tortura a la que se sometió al galileo, donde es obvio que perdió muchísima sangre, a pesar de lo cual su enorme cuerpo aguantó el esfuerzo sobrehumano. 

De acuerdo con el registro hecho por la computadora de que está dotada la cuna  (que proporciona información de la misma manera en que hoy lo hace Google, que en los 70 ni siquiera estaba en la mente de su creador) la flagelación de la que fue objeto el rabí contabilizó los siguientes impactos: 54 en espalda y hombros, 29 en cintura y riñones, 6 en el vientre, 14 en el pecho,18 en la zona dorsal de la pierna derecha, 22 en la zona dorsal de la pierna izquierda, 19 en la zona frontal de la pierna derecha, 11 en la zona frontal de la pierna izquierda, 20 en ambas caras del brazo derecho,14 en ambas caras del brazo izquierdo, uno en cada uno de los oídos, 2 en los testículos y 14 en las nalgas. 

Al respecto, traigo a colación la película La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2006), en la que hubo un sangriento castigo al nazareno, algo que causó controversia entre cinéfilos y religiosos, que la consideraron una historia muy salvaje y cruel. Bueno, con lo que describe el mayor en su testimonio, la cinta hollywoodense se queda corta. 

Previo al juicio, en el Monte de los Olivos, y ya en plena crucifixión, ocurren hechos muy extraños que pueden restarle cierta seriedad a la trama para aquellos que no son aficionados al tema alienígena, pero que habrá que hacer notar en este análisis que me propuse hacer de la extensa novela Caballo de Troya. En efecto: en dos ocasiones ¡aparecen naves extraterrestres!  

De hecho, en el Monte al que fue a orar el nazareno, varios de sus discípulos se quedan dormidos y no se enteran de lo que sucede en ese momento: de una nave de forma cilíndrica desciende un personaje que habla con Jesús unos momentos y después, sin más, regresa de donde salió y asciende de inmediato, perdiéndose en el cielo estrellado. 

De tal evento logra enterarse el mayor, cuya misión es precisamente tomar nota de cuanto haga el galileo en sus últimas horas de vida. También es testigo el joven Marco Juan, que observa todo como parte de un ritual. En última instancia, no le pareció tan extraño el suceso ocurrido ante sus ojos. 

Pero ya en la etapa de la crucifixión, la aparición de una descomunal nave, ¡de casi 2 kilómetros de diámetro!, provoca varios fenómenos a cual más de extraños. En el primer caso, hay un fuerte ventarrón de arena –a lo que llaman siroco— que oscurece un poco el panorama en el Gólgota, lo que se acentúa más cuando la inmensa nave se coloca frente al sol, causando lo que se cree fue un eclipse solar. El mayor explica científicamente que eso no es posible por la fecha en que ocurrió el fenómeno. Es decir: la nave ocultó el sol por algunos minutos, haciendo que todo quedara envuelto en tinieblas. 

Por si lo anterior no hubiera sido suficiente, y ya presentido por los mismos perros que surgieron por todas partes, asustados, ocurren dos temblores: el primero de 4 grados en la escala de Richter, pero el segundo de 6, que obviamente resultó el de mayor intensidad y que causó el pánico de los que presenciaron el sacrificio del galileo (incluidos los soldados romanos, capitaneados por Longino), desde que se le juzgó hasta cuando murió en la cruz. 

Y, por último, al buscar en la cueva en la que supuestamente fue enterrado Jesús, tapada con una enorme roca que no habría podido mover una sola persona, del cuerpo del nazareno sólo quedó un rastro: los despojos de la ropa con la que había alcanzado a llegar a la cruz, antes de ser sacrificado. De todo eso fue testigo el supuesto comerciante griego llamado Jason, antes de regresar de nuevo a su tiempo para volver a encabezar una nueva misión de la Operación Caballo de Troya.