Díptico de thrillers mexicanos de Héctor Aguilar Camín (II/II)

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

La segunda novela del escritor mexicano Héctor Aguilar Camín, Morir en el golfo, completa el díptico de obras analizadas de ese autor en esta columna de culto. La primera fue La guerra de Galio. Hoy, por tanto, le toca a la primera historia que resultó todo un fenómeno de ventas y crítica literaria en su momento. Sale y vale. 

Morir en el golfo / Héctor Aguilar Camín (2) 

La novela Morir en el golfo, del escritor Héctor Aguilar Camín, fue un sonoro éxito al momento de su lanzamiento en el año 1986 del siglo pasado: en la tradición del escaso número de grandes del género negro mexicano (Rafael Bernal y Rodolfo Usigli), el también historiador logró un hitazo con una trama poco tratada hasta entonces (después del grandioso Martín Luis Guzmán), armada como un thriller político en el que son protagonistas un líder sindical petrolero, un columnista nacional y un matrimonio íntimamente ligado al segundo desde sus años mozos. 

En la década de los 80 del siglo pasado, en el contexto de la presencia real de un poderoso dirigente sindical petrolero, Joaquín La Quina Hernández Galicia, así como el recuerdo muy fresco del columnista Manuel Buendía, asesinado en mayo de 1984, la novela de Aguilar Camín adquirió categoría de lectura imprescindible, lo mismo entre el gremio periodístico que petrolero, además de convertirse en éxito literario rotundo; tanto así, que rápidamente se compraron los respectivos derechos para que la historia fuera llevada a la pantalla grande, aunque no con los mismos resultados que el golpe literario. 

Ciertamente, la novela contiene los elementos que la hicieron un éxito de ventas y de lectura en un México en el que cada día se lee menos: una historia absorbente, intensa, emocionante, llena de intriga y traiciones a cada paso, lo que la convierte en entrañable para el que es amante del género policiaco. Así, pues, pese a que Morir en el golfo fue su primera novela, Aguilar Camín se desenvuelve como pez en el agua en una historia que adquirió categoría de culto por haber sido armada con una extraordinaria habilidad por la que desfilan personajes reales, excepto los que son los protagonistas, aunque también inspirados en la realidad. 

Como conocedor del medio por su cargo directivo en el periódico unomásuno, de orientación izquierdosa con una línea eminentemente periodística de crítica a los gobiernos priistas, el autor demuestra sus amplios conocimientos de las entrañas del poder y su relación sadomasoquista con la prensa. Para el efecto, echa mano de un personaje real, Fernando Gutiérrez Barrios, conocedor del tejemaneje de la política interna del país (aún no le tocaba su turno de ascender a titular de la Secretaría de Gobernación), quien se convierte en contacto imprescindible y hasta en ángel guardián involuntario del columnista que protagoniza la historia. 

Si bien es cierto que Aguilar Camín no ejercía en ese momento como columnista político de su periódico en el que fue subdirector editorial, sí se inspiró en su amigo y colega de oficio, Manuel Buendía, autor de la columna Red Privada, publicada en la primera plana del periódico Excélsior y en una veintena de diarios provincianos (El Comentario, en Colima, tenía los derechos de publicación de la columna). La inspiración está reforzada por el hecho de que Buendía atacaba con cierta periodicidad al líder sindical petrolero La Quina Hernández Galicia, que a su vez inspira al personaje ficticio de la novela y antítesis del periodista también ficticio: Lázaro Herón Pizarro, el terrible Lacho.  

La historia inicia con la presentación de otro de los personajes centrales: el político veracruzano Francisco Rojano Gutiérrez, casado con Anabela Guillaumín, el amor de juventud del columnista (todos ellos de Veracruz, aunque originarios de diferentes regiones), que a la postre se convierte en amante con el consentimiento tácito del cornudo marido, al que también le encantan las mujeres fáciles y las no tan fáciles. El caso es que una amistad que viene desde la adolescencia vuelve a unir los destinos de los tres jarochos, cuando el columnista ya adquirió estatus de estar entre los cinco más leídos del país (lo que es real en el caso de Buendía). 

Aprovechando que el columnista es muy leído, lo que significa que tiene influencia, Rojano se reúne con su amigo para proporcionarle material y documentos en los que, evidentemente, se cometieron asesinatos en lo que aparentemente fue un pleito por disputas de tierras que terminó en balaceras y los consabidos muertos. La diferencia entre un pleito común y una ejecución la revela el político a su amigo: varios de los muertos tienen el tiro de gracia en la sien, como para que no quede duda. Lo mismo pasa en otros casos, donde el patrón es el mismo: pleitos aparentes en el que algunos muertos contienen el tiro de gracia. 

Conforme avanza la trama, se va desvelando el misterio: en realidad, sí se trata de un pleito por unas tierras, pero no entre familiares que se las disputan, sino que atrás de todo se encuentra el poderoso líder sindical Lacho Pizarro, pues en las mismas han sido detectados yacimientos petrolíferos que detonarán la riqueza de la región, pues eso se conoce en el gobierno de José López Portillo, que hasta llegó al exceso de anunciar que, con la petrolización de la economía del país, los mexicanos tendríamos que prepararnos para administrar la abundancia. 

En fin: Rojano tiene aspiraciones políticas: quiere ser diputado local, presidente municipal, funcionario del gobierno estatal y culminar su carrera como gobernador de Veracruz. Como a todo político que desde muy temprano se fija una meta en la vida, las cosas no le salen exactamente como quiere, pero chamba en el gobierno no le falta nunca, incluso en las que se puede hacer de algunos bienes de forma nada honesta. Al final, con un poco de apoyo de su amigo columnista, así como por cierta alianza que establece con el líder Lacho Pizarro, logra ser presidente municipal de Chicontepec, Veracruz.  

Llegar a ser presidente municipal de un municipio pinchurriento en el que ni siquiera sus habitantes cuentan con servicio de agua potable, no es casual para los fines de Rojano: ahí es donde se encuentran los yacimientos petrolíferos que valen oro (oro negro se le llegó a calificar al petróleo en los momentos de mayor optimismo en la década de los 70). La introducción de la tubería para llevar el agua potable a las casas, cuya población ignorante ve con malos ojos esas obras, a la postre termina en tragedia y hace que la novela dé un giro intenso. 

En virtud de que por la novela Morir en el golfo desfilan personajes de la vida real a los que conoce muy bien el autor, éste nos hace un retrato fiel del reportero Miguel Reyes Razo, que en Excélsior adquirió categoría de imprescindible en todas las giras presidenciales por sus crónicas mamonas, pero que a muchos gustaban. En la novela lo pinta Aguilar Camín como un pinche tipo petulante, con una forma de hablar muy rebuscada, pedante y, en fin, totalmente insoportable. Tal vez sus cuates lo aguantaban, pero evidentemente el retrato hablado del autor de la novela lo deja muy mal parado ante el resto de los simples mortales. 

En cambio, las referencias a un reportero de apellido Arteaga reflejan una cierta admiración que compartimos los que ni siquiera lo conocimos, pero que demostró su talento con algunas frases inmortales que se deben a él: “Lana que no te corrompa, agarrala”. Otra del mismo autor: “No hay crudo que no sea humilde, ni pendejo sin portafolios”. Sabiduría popular sin tanta pinche petulancia, como la del mamón Miguel Reyes Razo, que en el Excélsior de Regino Díaz Redondo se cubrió de gloria. (Porque, al final de cuentas, el Periódico de la Vida Nacional no perdió su estatus de ser el más influyente después de tenerlo que abandonar el santón del periodismo Julio Scherer García). 

El líder petrolero Lacho Pizarro apenas está disfrazado de La Quina Hernández Galicia, pues en uno de los capítulos de Morir en el golfo se describen los logros que obtiene el cacique regional ficticio, con hortalizas, granjas, venta de diversos productos, fabricación de piezas de repuesto, talleres, etcétera, que prácticamente actúa igual que Don Vito Corleone, el personaje de la novela El Padrino. Así, igual que en la novela de Mario Puzo, Aguilar Camín describe una jornada en la que el cacique recibe a todo tipo de personas que van a pedirle un favor, ya sea ayuda para algún enfermo, conseguirle un empleo a un desempleado, etcétera. 

En la vida real, el líder La Quina Hernández Galicia hacía exactamente lo mismo mientras estuvo al frente del poderoso sindicato de Pemex: todo tipo de favores eran concedidos, incluso el de promover la economía familiar con huertos, granjas, tiendas de venta de productos básicos a bajo costo, etcétera, pero no por su visión o genialidad, sino porque todo se obtenía de la paraestatal, carga que a la postre la resquebrajó hasta llegar así a nuestros días ya sin el poder y la gloria de las décadas de los 70, los 80 y 90 del siglo pasado. 

Lo mismo que La Quina real, Lacho Pizarro es vegetariano y no consume bebidas alcohólicas. Pese a su supuesta capacidad (la del personaje ficticio y la del real), su comportamiento es el de auténticos mafiosos. La referencia a El Padrino no es gratuita: en alguna ocasión, entrevistado por un conductor de TV del Canal 2 de Televisa, el entrevistador hizo la comparación entre el personaje de la novela y la del líder sindical, lo que enfureció a La Quina, que tuvo el cinismo de declarar que el personaje de Mario Puzo era un criminal, poniéndose él a salvo de cualquier maldad. Por supuesto, esa entrevista le costó el cese al conductor, quien jamás volvió a recuperarse ni salir del ostracismo en el que aún se encuentra. 

En fin: Morir en el golfo es imprescindible en el catálogo de las novelas del género negro de México, en la mejor tradición de obras fundamentales como La sombra del caudillo (Martín Luis Guzmán), Ensayo de un crimen (Rodolfo Usigli) y El complot mongol (Rafael Bernal).