Díptico de thrillers mexicanos de Héctor Aguilar Camín (I/II)

POR Bibiano Moreno Montes de Oca

Si bien es autor de 11 novelas, las tituladas Morir en el Golfo y La guerra de Galio son las que más prestigio le dieron a su autor, el escritor e historiador mexicano Héctor Aguilar Camín. Por tal razón, dedicaré mi columna de culto para analizar las dos obras citadas, aunque comenzaré con la segunda. Voy con mi hacha. 

La guerra de Galio / Héctor Aguilar Camín (1) 

Lanzada al mercado en el 1988 del siglo pasado, La guerra de Galio es un retrato intenso, trágico, luminoso, de la década de los 70 del México gobernado por el priismo autoritario, que va de inicios de esa década a inicios de la de los 80. El autor de la novela, el escritor Héctor Aguilar Camín, recurre al truco del que se topa con un manuscrito que, a su vez, se encarga de darle forma a la historia del personaje principal, el periodista e historiador Carlos García Vigil, ex alumno al que trató y del que esperaba demasiado. Así, la historia inicia cuando el narrador se entera de la prematura muerte de su ex discípulo. 

El narrador, que es historiador y fue maestro de García Vigil, tiene que acudir al forense para identificar al muerto, al que se le encontró una tarjeta suya en cuyo reverso estaba garabateado el número de su nuevo teléfono. Por obras del azar, pues, el narrador recibe de una antigua amante del recién fallecido el trabajo que había realizado el periodista sobre temas históricos, por lo que se da a la tarea de revisar los cientos de cuartillas ya manuscritas. En el camino, sin embargo, el narrador se topa también con el avance de una novela autobiográfica, a la que el viejo maestro se encarga de darle forma. 

Por tanto, la novela de García Vigil termina abruptamente con su muerte, por lo que el narrador se encarga de darle también la conclusión y dar los pormenores del personaje protagónico, que va desde su separación de su mujer (con la que tienen una hija en común, llamada Fernanda), su trabajo como historiador en unas oficinas pegadas al Castillo de Chapultepec, así como los personajes con los que traba amistad y sus encuentros y desencuentros con la mayoría de ellos, que van desde la mujer de la que estuvo enamorado, de sus amigos guerrilleros y de su relación con Octavio Sala, director de La república, el periódico más influyente de México en esos momentos. 

La vida de García Vigil podrá ser todo, menos intrascendente. Uno de los amigos que trabaja en la misma oficina, realizando bibliografías, es Carlos Santoyo, que resulta que tiene un hermano menor, Santiago, que se fue a la guerrilla con el famoso grupo armado que se llamó Liga 23 de septiembre, cuyos tiempos de más activismo violento se dio precisamente en la década de los 70 del siglo pasado. Así, pues, La guerra de Galio es un compendio de lo que fue la guerrilla urbana y rural en el país, lo mismo que retrata fielmente los entresijos del periódico más importante de su tiempo, donde se fue gestando el golpe interno que se dio a su director con apoyo del Estado. 

Por supuesto, si bien novelada como una historia de ficción, los temas abordados en La guerra de Galio son verdaderos, puesto que se refiere a hechos que ocurrieron en la realidad: la guerrilla mexicana de los 70 y el golpe al periódico Excélsior, ambos abordados en otras obras.  

Así, por ejemplo, aunque tratado en forma realista en Los Periodistas, a cargo del mamón Vicente Leñero, que pone a Julio Scherer García como el héroe del periodismo que se enfrentó al poder del Estado armado sólo con la fuerza de su autoridad moral, Aguilar Camín nos pinta a un personaje perverso que se aprovecha de su posición privilegiada para publicar todo lo que va descubriendo en las pláticas confidenciales e íntimas de sus interlocutores, personajes públicos todos ellos, aunque sean sesgadas o tergiversadas, lo que ha sido el sello de la casa de su escuela más famosa que creó: la revista Proceso

Claro, como aquí se trata de una historia de ficción que no se apega fielmente a la realidad, la novela de Aguilar Camín se toma ciertas libertades que funcionan muy bien para el desconocedor de la trama verdadera, pero que le saltan de inmediato al que sí conoció todo el tejemaneje. De ahí que el subdirector de La república es el traidor, aunque en la vida real tenía otro cargo. Igualmente se habla de la fundación de otro periódico, llamado también La república (sin anuncios del gobierno y más crítico), primero; después, derrotados nuevamente en su empresa periodística, del surgimiento de La vanguardia, un cotidiano trisemanal. 

En realidad, lo que se fundó poco antes de finalizar el sexenio de Luis Echeverría fue la revista Proceso, que desde el momento mismo de su aparición manejó la información de forma tergiversada, amañada, sesgada, descontextualizada, distorsionada, parcializada, etcétera, pero con un punto favorable para su causa, al presentar los hechos de tal forma que al lector, antigobiernista por antonomasia (sobre todo en esos tiempos), le resultaba más que fascinante: música para sus oídos. Muy lejos estaban aún las redes sociales, que hoy han tomado el lugar que Proceso tenía antes sólo para sí. 

El caso es que García Vigil, que se enreda con amistades que tienen relación con la guerrilla de los 70, llega azarosamente a la dirección de La república, donde le cae muy bien al santón Octavio Sala (el Julio Scherer de la vida real), al grado de comenzar a subir en el escalafón del periódico (incluso es asesor de la dirección). Desde su posición da favores, pero también cobra otros; por ejemplo, cuando tiene que abogar por el guerrillero hermano de su amigo Santoyo, que en lo más álgido del movimiento llega a secuestrar a personajes de peso público, lo que incluye empresarios. 

La agitada vida de los 70 se antojaría un tanto romántica en la actualidad, con los narcotraficantes realizando matazones a todo lo largo y ancho del país, pero no puede haber un sentimiento de empatía para los que habían decidido el camino de las armas para lograr “un cambio” en un país —según la óptica de los radicales de la década de los 70— “que estaba dominada por una burguesía pro imperialista cómplice de un estado fascista que garantizaba a sangre y fuego la sobreexplotación de las masas proletarias y campesinas” (zas). 

Si bien la represión del gobierno, con grupos militares y paramilitares creados expresamente para combatir la guerrilla mexicana en las zonas urbana y rural, formaba parte de la cuota de sangre que un sector de la sociedad reclamaba para lavar culpas, los que participaban en la guerrilla, por los motivos que fueran, no eran ningunas hermanas de la caridad y, por tanto, sabían muy bien en lo que se habían metido. 

No es justificable, de ninguna manera, que se diera esa situación, pero al menos en el sexenio de Luis Echeverría fue lo que imperó (así como durante el sexenio de Calderón se dio una sangrienta lucha abierta en contra del crimen organizado). En el siguiente gobierno, el de López Portillo, vino la amnistía a los presos políticos (entre los que había guerrilleros) con la reforma política que dio paso a la actividad pública de los mexicanos que hasta entonces habían actuado en la clandestinidad e ilegalidad. 

Pero ni en la ficción ni en la vida real las cosas resultaron tan sencillas para los recién amnistiados. Así, con un ánimo vengador de los caídos por culpa de los guerrilleros en su faceta armada, los mismos que participaron a su cacería comenzaron a ejecutar a los que habían logrado la amnistía. En diferentes rumbos del país y con distintos métodos, muchos ex guerrilleros fueron siendo abatidos por grupos del mismo gobierno, tolerados y hasta solapados desde las más altas esferas del poder. Unos pocos, al final, alcanzaron a entrar al Congreso de la Unión para llevar su lucha por la única vía posible: la civilizada. O sea: abrazos, no balazos, pero en serio. 

El guerrillero Santiago Santoyo, al ser muerto en la guerra sucia de esos tiempos (guerra sucia por ambas partes, por lo demás), obligó a que su hermano, Carlos, a tomar las armas, junto con su pareja, Paloma Samperio. Asesinados los dos hermanos, Paloma escribe su historia y llega a ocupar una curul, a salvo de las venganzas de sus antiguos combatientes.  

La amistad y la lealtad a esos entrañables amigos guerrilleros serán las razones por las que García Vigil se aleja de su protector Octavio Sala, que aprovecha una confidencia de aquél para hacerla pública y exponer la vida de la ex guerrillera, encarcelada en ese momento, pero a punto de recibir el perdón. La misma suerte correría tiempo después el propio Aguilar Camín con Julio Scherer, con el que fue colaborador durante años en Proceso, cuando también rompió con el santón del periodismo por una publicación en la que es exhibido como corrupto beneficiario del régimen de Salinas de Gortari. 

El periódico ficticio La república (como el Excélsior real) era considerado lo máximo del periodismo mexicano, con un director supuestamente excepcional y unos colaboradores brillantes, capaz ese cotidiano de tumbar de sus cargos a secretarios de Estado o a gobernadores. Al interior, lo que nunca dice el mamón Vicente Leñero en Los Periodistas, tenían su propia organización secreta, al estilo de los masones, donde sus privilegiados miembros hablaban sobre el rumbo que han tomado los enfrentamientos constantes con el gobierno, que ha decretado un boicot publicitario: primero, de empresarios; después, del gobierno. 

En ese grupo están los partidarios de ejercer a plenitud la libertad de expresión que los que son de la opinión de negociar, sin términos medios, y donde siempre impera la voluntad del director, Octavio Sala (o Julio Scherer), se instala por encima del resto de los mortales, con su aura de heroísmo, generosidad, valentía y demás afiches que le han ido colgado a lo largo de los años sus admiradores, no siempre de buena fe. 

En sus propios libros (sobre todo en los últimos), por cierto, el buen hombre se fue encargando de desacralizar su tarea profesional, al aceptar que recibió favores de los políticos de su tiempo (aunque no como Carlos De Negri, el prototipo del periodista corrupto, del que siempre fue secreto admirador), además de costosos regalos, como una camioneta nueva que recibió de Carlos Hank González, que una de sus hijas hizo pedazos en cuanto la quiso estrenar. 

A este respecto, debo hacer notar que, tanto en la ficción como en la vida real, el Excélsior de Scherer (o La república de Octavio Sala) fueron un escaparate de corrupción entre directivos, reporteros y colaboradores (sólo a salvo, ajá, el santón del periodismo y algunos cuantos íntimos), donde los negocios más disímbolos (como tener la concesión en todo el país para fumigaciones o sostener una cadena de tugurios en los que tiene lugar la explotación de mujeres) son realidad al amparo del poder y la complicidad. 

Bueno, y a todo esto, ¿quién es Galio? La pregunta es pertinente: el personaje protagónico de la novela es Carlos García Vigil (identificado sólo por su segundo apellido), pero por la historia tienen mucho peso los Scherer García y los Regino Díaz Redondo ficticios, así como los hermanos Santoyo, Paloma Samperio, Mercedes Biedma (la amante con la que Vigil sostiene una relación tormentosa) … y Galio Bermúdez, un sórdido personaje que parece inspirado en el legendario Fernando Gutiérrez Barrios, pero también en otros más que han desfilado por “los sótanos de la política y la sociedad mexicana”. 

Aunque supuestamente sus mejores tiempos habían sido en la década de los 50, Galio Bermúdez gozaba de poder en los 70, como asesor del entonces secretario de Gobernación (el presidenciable Mario Moya Palencia), por lo que en él se funden los viejos vicios del imperante sistema político mexicano, pero a la vez el talento y la cultura puestos al servicio de causas no tan nobles. 

Más que de Galio, la guerra debió haber sido de Vigil pero, de cualquier manera, la novela La guerra de Galio es una de las lecturas obligadas en México.