POR Bibiano Moreno Montes de Oca
Una de las grandes novelas de todos los tiempos es, sin discusión, Moby Dick, cuyo autor dedicó años de paciencia y conocimientos para poder llegar a escribir un episodio indeleble en la historia de la literatura universal. Calificada por algunos como una novela mística –de suyo, algo hay de eso—, lo cierto es que Herman Melville trascendió a los otros autores –de su época y de mucho más atrás— que también bordaron sus tramas con una ballena como protagonista: ante todo, por ser una historia épica insuperable.
Nunca se explica en la extensa novela el nombre con el que se conoce a la ballena Moby Dick, pero lo cierto es que el leviatán –denominación bíblica que utiliza Melville frecuentemente— lo mismo se podía encontrar en las aguas del Atlántico que en las del Pacífico, por los rumbos del que se conoce como Mar de Japón. Precisamente, más o menos a esas alturas es avistada la bestia a la que persigue infatigablemente el Pequod del capitán Ahab, que a cada barco que se encuentra en altamar se va informando hasta dar con ella y sostener la batalla final.
La novela de Herman Melville es especial no por el hecho de ser una extensa historia de aventuras de más de 700 páginas que se refiere a la cacería de una ballena, sino por la concienzuda descripción que hace del contexto en el que se sitúan, en la segunda mitad del siglo XIX, los integrantes de la nave del capitán Ahab y la ballena (que, en realidad, es un cachalote con una giba que lo hace inconfundible). Así, entre descripciones que caracterizan a bestia cazada y cazadores, la novela Moby Dick resulta entrañable.
Mención aparte merece la edición especial que está en mi poder, que cuenta con una gran cantidad de ilustraciones del artista –contemporáneo de Melville— Rockwell Kent, que resulta un disfrute adicional.
Antes de seguir adelante, vale la pena hacer una odiosa comparación. A mediados del siglo XX, otro paisano de Melville, Ernest Hemingway, escribió la novela El viejo y el mar. No es raro que haya habido quienes trataran de colocar a ambas historias a la misma altura; pero hay un detalle que hace eso imposible: el tamaño entre una y otra. No me refiero al número de páginas, sino al de las criaturas cazadas respectivamente por Ahab y el viejo. El cachalote de Melville alcanza los 82 pies de largo (poco más de 25 metros) y un peso de 90 toneladas; el pez de la zona caribeña no alcanza los 5 metros de largo ni llega a la tonelada de peso. Así, en ese detalle se nota la grandeza entre una y otra historia.
Pues bien: el Pequod es embarcación ballenera, algo muy normal en su tiempo, pues el esperma de las ballenas era el equivalente de lo que es en México la Comisión Federal de Electricidad (CFE), es decir, el aceite se utilizaba para alumbrar las calles de las ciudades y los interiores de las viviendas. De no haberse inventado la energía eléctrica algunos años más adelante, lo más seguro es que la extinción de las ballenas de la faz de la tierra –bueno, de la faz del mar— hubiera ocurrido irremediablemente.
Como es lógico suponer, la empresa de ir a cazar ballenas no era precisamente un día de campo para los hombres que se aventuraban a ir en su busca durante un promedio de tres años de vagar por los mares, si bien las bodegas de esas embarcaciones estaban preparadas para ir bien abastecidas de provisiones, de tal suerte que no se corría el riesgo de llegar a padecer de hambre y sed en altamar. Pero la vida en el mar, como lo saben los que alguna vez se han embarcado, es muy dura, máxime en la época en la que transcurre la historia de Moby Dick, donde la muerte los puede sorprender a la menor provocación.
Esta monumental novela tiene como narrador a Ismael, un joven que se embarca como marinero en el Pequod, junto con su nuevo amigo caníbal Queequeg. Así, sin fortuna y sin nada que lo retenga en tierra, decide conocer el mundo desde una embarcación ballenera. Previamente, el personaje omnisciente se traslada al puerto de la isla de Nantucket, que por ese tiempo era un centro comercial muy importante. En el lugar, en lo que zarpe algún barco ballenero, se hospeda en la posada El chorro de la ballena, nombre que no pudo haber sido más adecuado, por cierto.
En el lugar conoce al caníbal Queequeg de la peor forma posible, aunque luego del incidente llegan a ser amigos y a embarcarse juntos, no sin antes enterarse que hay tres naves que están a punto de zarpar, cuyos nombres no dejan de llamar la atención: uno es La mujer del diablo, otro es Golosina y el último es el Pequod, que retoma el nombre de una famosa tribu indígena de Massachusetts, ya extinguida por entonces. El capitán de la nave es Ahab, cuyos oficiales son Starbuck, Stubb y Flask. En total, unos cuarenta hombres parten un día a la caza de las ballenas, lo que les generará buenas ganancias.
Obviamente, la caza de ballenas no es la única razón por la cual zarpa de Nantucket el Pequod de Ahab: el viejo capitán tiene una cuenta pendiente por saldar con el cachalote que lo mutiló de una pierna tiempo atrás, razón por la cual camina con una que está hecha de hueso de ballena. Así, más que llenar hasta reventar las bodegas con barriles repletos del esperma de los leviatanes (por cierto: cada uno rinde, en promedio, 500 galones), Ahab busca venganza, con lo que arrastra a toda su tripulación a la perdición, atado él mismo con una soga al cuello uncido al cuerpo de Moby Dick, donde juntos se hunden en las turbulentas aguas para siempre.
Algo que hace grandiosa a la novela de Melville es el gran tamaño de un monstruo que es real –no es mitológico—, su inteligencia y su crueldad, así como la persistente necedad del capitán por destruirla sin importarle nada más. A este respecto, el autor de Moby Dick nos hace la siguiente descripción del leviatán, del que se han tejido toda suerte de mitos y leyendas:
“Pero no era su tamaño sin parangón, ni su color extraordinario, ni su deforme mandíbula, lo que investía a la ballena de semejante terror natural: era, sobre todo, su perversidad inteligente, insuperable, con la cual había salido triunfante una y otra vez de los asaltos, según narraban numerosas anécdotas. Sobre todo sus traidoras retiradas espantaban más que cualquier otro ardid. Pues tras escapar con todos los síntomas visibles del miedo ante sus perseguidores exultantes, muchas veces Moby Dick se había vuelto de improviso y, arrojándose sobre los cazadores, había destrozado sus botes o había hecho regresar a sus espantados tripulantes hacia la nave”.
Un obvio homenaje de Melville –y su alter ego Ismael— es, asimismo, a los propios balleneros de su tiempo, pues aun cuando el mundo los despreciara por su actividad, en el fondo les tenía admiración: “¡Porque todas las luces, lámparas y velas encendidas en el globo arden, como entre otros tantos sagrarios, para gloria nuestra!” O sea: gracias a los balleneros el mundo entero contaba con luz en las oscuras noches.
Durante su travesía por el mar, a la caza de Moby Dick, el Pequod se topa en altamar con varias naves e incluso con piratas, de los que logran salvarse. Las embarcaciones tenían nombres muy peculiares, por lo que me tomo la libertad de citarlos: el primero fue el Albatros, seguidos del Goney, el Town-Ho (sobre el que un hombre narra una historia que tuvo que ver con el cachalote), el Jeroboam, el alemán Virgen, el francés Pimpollo, el inglés Samuel Enderby, el Soltero, el Rachel (cuyo capitán sufre por haber perdido a parte de su tripulación, entre la que se encuentra su hijo de doce años) y el Delicia.
Sin duda, los de esas embarcaciones son hombres que jamás volverá a haber en ninguna otra época.